Las mordazas actuales vistas a través de la censura eclesiástica a Galileo y Goya

Según Montserrat Soto (Barcelona, 1961), la primera queja registrada contra la falta de libertad de expresión en nuestro país fue por parte de Francisco de Goya en 1781. Las autoridades eclesiásticas del Pilar de Zaragoza rechazaron sus bocetos para la cúpula de la basílica y le impusieron unos cambios con los que el pintor “se sintió profundamente agraviado”.

“Él reclama la libertad en el desarrollo de su trabajo pues, de otra manera, entiende que renunciaría a su dignidad como artista y asumiría no hacer uso de su talento”, explica Soto. La fotógrafa ha escogido el caso de Goya y el juicio a Galileo Galilei ante la Santa Sede por afirmar que la Tierra giraba alrededor del Sol para ejemplificar la intromisión y el dominio ejercido por la Iglesia en la producción intelectual.

Tanto el artista aragonés como el astrónomo y físico italiano acabaron cediendo ante las presiones. El primero claudicó e hizo los cambios precisos en los frescos, aunque en una carta reconoció haber vendido su imaginación y se definió como “copiador o mercenario”. El segundo, ya anciano y enfermo, se retractó bajo amenaza de torturas para justo después ser condenado por el Papa a un arresto domiciliario de por vida.

Esa autocensura posterior a la censura es el eje sobre el que pivota Imprimatur, la muestra que se exhibirá hasta principios de agosto en la sala Alcalá 31 de Madrid en el marco de PhotoEspaña.

Aunque estos casos son esenciales para entender el conjunto de la obra, ambos actúan como complemento a un proyecto fotográfico mucho mayor. Imprimatur es un recorrido sobre la pintura desde la Edad Media hasta la Ilustración para analizar “el poder de la imagen y su control”. El término latino que le da nombre era del que hacía uso la Santa Inquisición para dar luz verde a la publicación de un texto.

Es así como la veterana fotógrafa une tres artes (literatura, fotografía y pintura) para analizar cómo surgieron los mecanismos de censura de la mano de creaciones que intentaban dar accesibilidad al conocimiento. No en vano, estas imágenes hablaron en su tiempo de las verdades inmutables a través de santos o de intelectuales casi siempre vinculados a la Iglesia católica.

“Pensé que era interesante rastrear la iconografía del libro en el arte, buscar la memoria del libro en la pintura y la escultura”. Durante más de diez años, Soto buceó por el archivo del Museo del Prado, el Museo Thyssen, el Vaticano o la Real Academia de San Fernando -entre muchos otros- para realizar fotografías a todos los cuadros en los que apareciesen libros. Pero, ¿con qué intención?

“Si tuviera que hacer una biblioteca con todos los que se muestran entre el Medievo y la Ilustración, solo habría un libro: La Vulgata -la versión autorizada por Roma de la Biblia-”, dice la artista. “Los demás son todos simulados o figurados”.

Ante esta revelación, Montserrat buceó por las leyes que impedían que las obras de arte mostrasen textos. Algunas ellas se pueden leer en las paredes de la exposición, que en forma de cita van guiando al público por una cronología de la censura. “Eran sentencias que especificaban qué estaba prohibido pintar o sobre lo que no se podía escribir. Ha sido extremadamente difícil hablar de aquello que no está, que falta o de lo que se nos ha excluido”, explica la creadora.

Soto cree que estos mecanismos de censura se repiten en Internet cuando Facebook o Instagram banean los desnudos de Modigliani, el pubis de Gustave Coubert o la Venus de Willendorf, de hace más de 30.000 años.

“Siempre hay que mirar hacia atrás para ver lo que está pasando hoy en día, como decía Orwell. Así que he querido mirar el pasado y confrontarlo con la actualidad para saber qué paralelismo hay entre la imprenta de Gutenberg y la Red”, cuenta Soto. Para la artista, la escritura, la imprenta e Internet fueron creados para dar accesibilidad al conocimiento al mismo tiempo que se desarrollaba una estructura para controlarlos. Una paradoja imprescindible para entender las carencias actuales de nuestra herencia cultural.

Además, Soto ha querido incluir como cierre de esta exposición algunas referencias al pasado reciente y al presente, acontecimientos del siglo XX y XXI, y especialmente a la incidencia de Internet en la conservación de la memoria.

Respecto a los primeros, Imprimatur incluye las destrucciones del nazismo en Alemania, con imágenes de quema de libros y de obras “degeneradas”, o las más recientes destrucciones de obras artísticas por parte del islamismo radical, o el dibujo que publicó la revista satírica francesa Charlie Hebdo y que se usó como móvil para el atentado que se saldó la vida de varios periodistas hace tres años.

En cuanto a la parte de Internet, la muestra se estructura a través de tres grandes señalizadores con preguntas -¿Qué es lo que vemos? ¿Qué es lo que queremos ver? ¿Qué es lo que nos dejan ver?- que aluden a la navegación por la Red.

“¿Dónde podemos crear libremente en Internet?”, se pregunta Soto. “Eso solo es posible en la dark web y aun así allí también existe cierto control. El problema es que los estados terminan legislando sobre lo alegal, lo traen al mundo real y lo transforman en ilegal”, dice sobre el tercer y último apartado de la exposición.

“El software libre es importante para que haya transparencia en lo que hacemos. Todos deberíamos entenderlo para poder modificarlo. Es el usuario quien debe controlar a la técnica, no la técnica al ciudadano”, reivindica la artista. “Costó muchos siglos conseguir una libertad de creación y crear leyes que velaran por los creadores y pensadores, pero en la actualidad es difícil mantener estas leyes y siempre debemos estar a la defensiva”, se lamenta.

La exhibición se constituye como una demostración de la función adoctrinadora de las obras de arte y cómo presentaban la intermediación divina de todas las ciencias, algo que el espectador contemporáneo suele ignorar, pues valora exclusivamente la relevancia de una obra de arte en función de criterios plásticos y estéticos.