El milagro norteamericano que sacó de la precariedad a Antonio López
En 1965 el pintor realista Antonio López era profesor en Bellas Artes. Con un salario muy bajo, vivía en Madrid en casa de sus suegros, con su mujer, la pintora María Moreno, y las hijas de ambos, María y Carmen. Había perdido su estudio, tenía deudas con su galerista, Juana Mordó, y preparaba con precipitación la exposición que cambiaría su vida, en la galería Staempfli de Nueva York. “Era todo un poco lío”, reconoce el artista al periodista Alberto Anaut en el libro que acaba de publicar La Fábrica, Diez horas con Antonio López, con una amplia entrevista en la que se tocan temas poco habituales en las apariciones públicas del popular pintor. Lo más nutritivo de la charla es cuando López descubre sus necesidades materiales y cómo determinaron la evolución de su obra mucho antes de que agarrara el caballete y se plantara por primera vez en la Gran Vía, en 1974.
“Yo entonces estaba pasando dificultades económicas, ya estábamos casados y habían nacido nuestras hijas. Lo preparé todo con muchísima ilusión y con muy poco tiempo”, cuenta Antonio López, que reconoce que corrió “mucho para poder llenar la galería”. “Era una situación que a mí me parecía muy difícil, dificilísima. Contábamos con que esa exposición fuera bien”. Hizo piezas “que fueron muy llamativas”, entre ellas una vista de Atocha que iba a pintar al amanecer. Era 1964, la primera vez que salía a pintar a la calle en Madrid. “Y después incorporé una pareja fornicando encima del asfalto”, recuerda.
A Antonio no le invitaron a Nueva York y la pintura de la pareja copulando fue retenida en la aduana de la ciudad como material pornográfico. “Empezó bien porque todo eso anima las cosas”, dice el pintor. El galerista rescató el cuadro y lo mostró en la exposición, pero en los espacios privados de la galería. La compró el médico maxilofacial y coleccionista de arte figurativo Melvin Blake (1927-1999) y fue donada al Museum of Fine Arts de Boston en 2003, donde permanece en los almacenes, lejos de la vista pública.
Un éxito que lo cambia todo
Que el arte no es autónomo y necesita que la sociedad lo mantenga lo confirmó la llamada que le hizo Juana Mordó. Debía ir a la galería. “Antonio, se ha vendido todo en Nueva York”, le dice la galerista que había organizado la exposición. “Esta primera exposición en Nueva York fue fundamental. Se habló de ella y desde aquí se exageró la buena acogida que había tenido”, cuenta Antonio López. Fue un éxito inesperado porque en España no había noticias del buen momento por el que pasada el realismo y el pop art, a pesar del empuje de la abstracción. Volvió a casa y se lo dijo a Mari. “Nos íbamos a poder comprar la casa”. Antonio López califica estos acontecimientos decisivos en su vida como “milagros”. Todavía tenían que llegar, al menos, dos más.
Con el dinero de las ventas pagó la entrada a la casa nueva y se quitó las deudas. Antonio López recuerda que era una casa a estrenar, que siempre le ha gustado ser el primero en habitar una vivienda. “Para la época era mucho dinero”. Así es como dejó la precariedad gracias a un golpe de gracia inesperado. Pero la comodidad tuvo otro efecto decisivo en su carrera. Lo cuenta el propio artista: “La casa nueva que estrenamos cambió algo en mi pintura, se hizo más luminosa y hubo un atrevimiento en los temas, una novedad respecto a los años anteriores”.
Su pintura se renueva. Abandona definitivamente la figura humana y el surrealismo, se entrega al natural, la luz se hace protagonista y la materia se hace más limpia. Y lo más importante: la referencia autobiográfica se hace fuerte. No se autorretrata pero todo lo que mira es su mundo. Como reconoce en este libro nunca se ha encontrado cómodo en el encargo. La prueba es el retrato de La familia de Juan Carlos I, cuadro decisivo del que no se habla en las 190 páginas.
La intimidad vende
El primer paso lo da en su cuarto de baño. Lo retrata en un formato muy alargado, forrado de losetas muy brillantes. “No había ninguna actitud provocadora ni ninguna pretensión de dármelas de nada. Simplemente, me pareció un lugar y un motivo precioso para pintar”, dice.
Un día Juana Mordó se presentó con Lucio Muñoz en la casa de López y le mostró el cuadro del baño. “Lucio dice que lo que haces está muy bien, pero ¿esto quién lo va a comprar?”. Eso recuerda Antonio que le dijo su galerista. Este cuadro viajó a la segunda exposición de Nueva York, en 1968. Un nuevo éxito, un nuevo milagro. Los precios ya habían crecido y el cuarto de baño lo compró un pintor abstracto. Volvió a venderse todo.
“Juana Mordó me respetaba, pero a la vez me regañaba mucho”, resume Antonio López. “Era una mujer mayor, un poco como una abuela que te quiere, pero que te riñe mucho. Y yo era muy joven y le hacía demasiado caso. No le tenía que haber hecho caso”, dice en otro momento de la conversación. En 1970 deja de trabajar con la galerista madrileña y ficha por Marlborough. Y todo cambia a mejor. “Lo primero que hicieron fue subir los precios”, dice. “Juana Mordó, enfurecida, me dijo que tenía hechas promesas de cuadros míos a clientes y que las tenía que cumplir. Estando yo en Marlborough me tuvo más de un año trabajando para ella y lo pasé muy mal”, recuerda el pintor.
La primera exposición de Antonio López con la galería estadounidense es en 1986, 16 años después de su entrada. Ese año vuelven a mudarse gracias a los nuevos precios. Compran la casa en la que viven ahora, en Chamartín. A los pocos años Víctor Erice rueda en ella El sol del membrillo. “América viene muy bien y le estoy muy agradecido por ello”, reconoce Antonio López a Anaut. El pintor realista había sido reconocido por el mercado norteamericano como hizo cinco décadas antes con el pintor naturalista Joaquín Sorolla.
El valenciano viajó en 1909 y 1911 a los EEUU y el éxito fue arrollador. Después de su primer viaje escribió: “El total de estudios, apuntes y cuadros vendidos ¡¡¡¡son 200!!!! Es una barbaridad”. ¿En qué lo invirtió Sorolla? En propiedad privada, como Antonio López. Obtuvo los recursos necesarios para satisfacer su sueño de comprar un palacete en Madrid. Hoy es la sede del Museo Sorolla.
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