La Ocaña ha terminado ocupando un lugar entre las vírgenes que consuelan a las maricas dolientes. Propio de la historia de España, acaso de cualquier país, es hacer la vida imposible a quien se pretende, sin saberlo, hacer inmortal. No se puede entender su figura sin contar que creció entre dos mundos, en uno le molían a palos o le insultaban por maricón, en otro, el sol, los ríos, el campo, las amigas y la madre de dios, le tocaban las palmas al amanecer.
Ocaña tenía un nombre pero una se llama como sus amistades quieren que se llame, o como quieren los amantes, que viene a ser lo mismo. En Cantillana, Sevilla, corazón de la vega del Guadalquivir y a la fresca del río Viar y sus fresnedas, donde nació, le llamaban de otra manera los vivos pero le apelaban, que es una forma de bautismo, las elevadas: la asunción, la pastora y la soledad, las vírgenes que se llevó a Barcelona pintaditas con trazo infantil, colores sinceros y alma de marica todopoderosa que perdona porque no le queda más remedio.
La Ocaña emigrante empezó pintando paredes, con brocha gorda, ese ganarse la vida impregna también su obra, lo figurativo, en su caso, es también una dignificación de esa brocha gorda, hay algo de manual en sus pinturas, de simpleza que no tiene tanto que ver con la ausencia de técnica como con el rechazo a la misma, Ocaña pintaba para adornar patios, muros y esquinas, para las vecinas, para las putas, las travestis, las yonquis y las pobres, pero en una Barcelona que hervía de necesidad, de aires nuevos, de contracultura, era inevitable que los estratos de la modernidad burguesa se mezclasen con el suelo manchado de carmín y semen en el que vivían las desgraciadas. Marsé y Moix lo contaron cada uno a su manera, y así, buscando la libertad entre las que más carecían de ella, surge la Ocaña que vivirá para siempre.
Fue apreciada fuera de Barcelona como una figura folclórica más que artística, como un objeto de diversión y una imagen que empotrar en la cara de los bienpensantes, no sabemos si esto a la Ocaña le parecía bien o mal, si le importaba o no. Es, en su caso, difícil de descifrar si la ambición también estaba en sus pinceles, en sus brochas. Quiso ser reconocida como artista pero cuesta creer que pensase en la eternidad o en el prestigio. Ocaña, como una madre muerta, es lo que necesitamos que sea y podemos purificarla o mancillarla sin consecuencias, adaptarla a nuestras plegarias y fetiches.
Su activismo: anarquista, rural y maricón a su manera, nace de ese campo de gente reventada a trabajar en el que creció, manchado de naranjas sanguinas (qué otras naranjas podían ser sino unas que sangran). Conceptos sencillos, constancia y acción directa. A la Ocaña no le definían los tiempos políticos de aquella transición más que los cielos cambiantes y caprichosos de las cosechas. Ocaña se desnudaba en las Ramblas o se travestía en ellas para ararlas y sembrarlas de descaro, lucha y bondad. Era su forma de respirar, las travestis son políticas por el mero hecho de respirar, un suspiro suyo, hondo y sonoro, solivianta conciencias a su alrededor, por odio o por adhesión, más que cien manifiestos. Si la detenían, sus devotas peregrinaban hasta la dirección general de seguridad, porque a la Ocaña no se la quería, se le rezaba, se la usaba o se la rechazaba. Como a esas vírgenes que tienen el altar lleno de flores blancas cuando son benévolas o vacío y sucio cuando no miran hacia nosotras.
La Ocaña era muchas. Era un collage y solamente se la puede narrar así, a trompicones, a brochazos coloridos, a pedazos. Marica, campesina, moderna, artista, activista, puta y santa. Murió volviendo a casa, a Cantillana, vestidita de sol, como le cantó Carlos Cano, ardiendo, prendida fuego, montando escándalo, su madurez pictórica prometía pero la maldición travesti es la de tener que adentrarse en una pira o morir de cualquier manera para ser recordada.
Sea.