Robert Doisneau nació en año bisiesto. Su madre le trajo al mundo –el mismo día que se hundió el Titanic– en una ciudad cuyo lema era Fluctuat nec mergitur, algo así como “navega sin hundirse”. El futuro fotógrafo vivió toda su vida enamorado de París. Criado en una ciudad dormitorio, Gentilly, aquel niño tardaba una hora en plantarse delante de la Torre Eiffel, media en admirar Notre Dame y lo mismo en pasear por los Campos Elíseos. Tal vez por eso, Doisneau sea uno de los fotógrafos que más ha contribuido a la imagen romántica de París en todo el siglo XX.
Sin centrarse exclusivamente en dicha ciudad, cuando uno camina por La belleza de lo cotidiano, la exposición dedicada a Doisneau en la madrileña Fundación Canal, tiene la sensación de estar cerca de sentir esa mirada sobre París. De percibir la belleza de la capital que inspiró el estilo de toda su fotografía. Un paseo por una manera de ver y de mirar única.
Pescador de imágenes
El también fotógrafo Mariano Zuzunaga comparaba hace unos años a dos de los mayores fotógrafos de la Francia del siglo pasado diferenciando entre la caza y la pesca. Coetáneos y amigos, Henri Cartier-Bresson y Robert Doisneau tenían cada uno su particular estrategia detrás del objetivo. descubrir realidades o capturar momentos es un arte en el que no existe una regla de oro.
Por eso Bresson iba de caza, salía a buscar los instantes, se escondía en callejones, escarbaba en la realidad y apretaba el gatillo en el momento exacto. No en vano, para él la fotografía era la unión entre un hecho y las formas que le otorgan significado al mismo: saber captar el llamado “instante decisivo”.
Doisneau, en cambio, salía de pesca. Tranquilo por naturaleza, le despidieron de su trabajo en Renault por su reiterada impuntualidad. Prefería sentarse en algún sitio, tirar un anzuelo y esperar a que se moviese, que las cosas siguiesen su curso. Si picaban o no, era cuestión de suerte.
Los que le conocieron decían de él que era una persona extremadamente tímida, y para el tipo de retrato urbano que le apasionaba, su retraimiento le suponía una gran barrera. Pero sabía bien que, como todo pescador, si proyectaba su sombra en el río, contaba como día perdido. Así que prefería desaparecer.
Según él, “el fotógrafo debe ser absorbente, como un papel secante. Dejarse penetrar por el momento poético. Su técnica debe ser como una función de los animales, tiene que actuar automáticamente”. Sin pensar.
Después de formarse como litógrafo, aprendió fotografía de manera autodidacta. Cuando él empezó, eran poquísimas las publicaciones que difundían la obra de los fotógrafos. Aprender sin maestros no era fácil, pero Doisneau supo absorber todo lo que le podía enseñar un pintor, escultor y cineasta francés llamado André Vigneau. El artista surrealista le contrató en su estudio de diseño durante los años 30 y allí curtió su mirada.
Hasta que llegó la guerra. En 1939, Doisneau se alistó en el Ejército francés y colaboró con la Resistencia documentando la ocupación nazi y la liberación de la ciudad de la que estaba enamorado. Retratar París fue justo lo que le pidió Vogue cuando lo contrato una década después, nadie como él se había labrado la fama de retratar por igual a la alta sociedad parisina como a los suburbios y la vida más allá del Sena.
Siempre quiso contar historias pero hacerlo en un instante. No pretendía ampliar los límites del lenguaje: primaban las emociones antes que la composición. Buscaba pescar el pez más pequeño y raro: lo esencial estaba residía en captar la magia de los momentos minúsculos y cotidianos. Daba vida a una ficción directamente sacada de lo real. Solía decir que la fotografía era como el amor: hablas de él o lo haces.
“Hoy en día la imaginación visual de la gente es mucho más sofisticada, mucho más desarrollada, en particular en los jóvenes”, decía en 1992, dos años antes de su muerte. “Puedes conseguir hacer una fotografía que sugiera algo, que ellos harán de ella lo que deseen”, dijo. No conoció Internet pero supo lo que era viralizar una imagen: su foto El beso frente al Hôtel de Ville está considerada una de las más reproducidas de la historia.
Un beso cualquiera en París
Durante años, la fotografía más famosa de su colección había sido la concreción exacta de su filosofía, y también la imagen perfecta para vender postales de un París hecho para vivir una luna de miel. Después de más de seis décadas de carrera, un Doisneau cansado reconoció que todo había sido una historia ficticia. La fotografía se había hecho tan popular que muchos reclamaron ser los amantes retratados, exigiendo su compensación económica por derechos de imagen.
Su paso por los tribunales le hizo confesar públicamente que aquella pareja eran dos jóvenes actores contratados: ella era Françoise Bornet, y el hombre al que besaba era su novio de entonces, Jacques Carteaud. Los dos estudiaban arte dramático cuando decidieron protagonizar la famosa fotografía a cambio de un puñado de francos franceses, mucho menor que el valor que llegaría a tener su escena. El beso se subastó en 2007 por 184.960 euros y lo adquirió un coleccionista suizo cuya identidad se ha mantenido siempre en el más absoluto misterio.
Una copia del beso se encuentra colgada en Fundación Canal. Ni más destacada ni más escondida que el resto: forma parte de una pequeña muestra de su talento que sugiere mil historias minúsculas. Las de un pescador que nació el día que se hundió el Titanic.