Cuando William Kentridge (Johannesburgo, 1955) se presentó por primera vez ante un gran público internacional, en la Documenta X de Kassel de 1997, la pequeña habitación donde se proyectaba History of the main complaint (1996) estaba siempre a rebosar y las caras de los espectadores reflejaban una especie de fascinación reflexiva, casi un trance. Veinte años después, en los rostros de muchos visitantes de Basta y sobra en el Reina Sofía (hasta el 19 de Marzo del 2018) parece reflejarse un sentir parecido.
Tratar de entender por qué se produce esa fascinación tal vez ayude a adentrarse en una exposición con una gran cantidad de hilos que se entretejen de una forma no muy complicada de analizar pero que permanece misteriosa y efectiva.
La exposición está comisariada, junto a Soledad Liaño, por el mismo director del Reina Sofía, Manuel Borja Villel, quien en 1999 ya fue de los primeros en dedicarle a Kentridge una gran exposición en el MACBA de Barcelona tras su éxito en la Documenta. Entonces se trataba de una especie de antología, pero hoy en día Kentridge es un artista que participa de forma muy activa en los montajes y estos raramente son iguales.
Por poner un par de ejemplos, la exposición sobre tapices y obras inspiradas por los mosaicos de Pompeya y Herculano del CAC de Málaga en el 2012, o la de Cambridge del 2013 basada en sus grabados y ahora Basta y sobra, que gira en torno al trabajo escénico de Kentridge. Cada una de ellas es al mismo tiempo parcial y genérica. Es decir, todas permiten conocer su mundo pero todas ellas ocultan algún aspecto de su trabajo. No hay ya exposiciones totales, pero todas son William Kentridge.
La mancha sobre la línea
Al presentar Basta y Sobra, Kentridge dijo que “en mi trabajo, el dibujo, la escena y el cine no caminan de forma separada, influyen unos en otros, de forma directa e indirecta”. Un trabajo que se entiende bastante bien pero que, en efecto, está diseñado sobre relaciones e influencias, una veces patentes y otras no tanto.
En primer lugar está lo que se ve, las formas. En ese terreno las influencias en el dibujo de Kentridge son muchas y reconocidas por él sin mayor problema. Las fundamentales serían Goya, Max Beckmann, Käthe Kollwitz, Leon Golub o Philip Guston. A las cuales se añaden otras como Anselm Kiefer o los dibujos de Günter Grass. En todos ellos y en otros ejemplos que puedan imaginarse, se trata de un dibujo expresivo y nada nítido. La mancha predomina sobre la línea y esto en Kentridge es importante, incluso como base técnica de su trabajo. Son todos más o menos conmovedores, más o menos satíricos, pero siempre reconocibles, no solo por figurativos, sino porque ese tipo de dibujos parecen representar lo humano en carne y hueso.
Las animaciones de Kentridge, casi mágicas como son, también tienen antecedentes. Su técnica principal, especialmente penosa, consiste en el borrado y redibujado de partes de la obra para dar lugar a cada secuencia. Un primer ejemplo lejano podría ser Alexandre Alexeieff (1901-1982). Este pionero en la animación experimental realizó en 1963, junto a Claire Parker, un corto sobre La nariz de Nicolás Gogol con un curioso sistema de animación basado en alfileres. Igual no fue casualidad que Kentridge retomara La nariz en 2012, esta vez en la versión operística de Dimitri Shostakovich. Esta versión se puede ver aquí en su integridad, como el resto de sus montajes. Otra antecesora más cercana es Caroline Leaf (1961, Seattle) que en 1977 presentaba The Metamorphosis of Mr. Samsa en la cual se utilizan técnicas muy próximas a las de Kentridge.
En cuanto a la escena, además de la dirección, el trabajo de Kentridge incluye el diseño general de la escena, dibujos para las marionetas realizadas por la Handspring Puppet Company o el uso de proyecciones durante la representación. Nada que no se hubiera hecho antes por una infinidad de productores/directores.
Imagen y sonido, representación teatral
Otro capítulo es el sonido, no tanto en las óperas como en los cortos animados. Vuelve a suceder un poco lo mismo. No es que Kentridge haya inventado nada con sus montajes de ruidos, emisiones radiofónicas, melodías populares o clásicas y párrafos hablados ocasionales. Pero lo hace muy bien y junto al resto de los elementos, funciona mejor.
Estos son los elementos formales básicos tomados de forma aislada, no permiten intuir mayor originalidad. Pero ¿qué es originalidad? Como decía el crítico David Brody hace unos años, “se le da mucho crédito a Kentridge por haber inventado la rueda. Pero mucho menos al hecho de haber reparado la rueda y haberla puesto a rodar de nuevo”. Y ahí reside una clave de la fascinación. Kentridge utiliza lo ya inventado, más o menos conocido, y le da una nueva vida.
Pero esto no sería suficiente. Quizá más interesante, a efectos de esa fascinación, es cómo confluyen en sus obras lo objetivo, con especial referencia al apartheid de su país y en general a la explotación y lo muy subjetivo, algo ya evidente en cuanto se sabe que una de sus figuras recurrentes, el potentado explotador (blanco) Soho Eckstein, tiene cierto parecido al mismo Kentridge. Su forma de integrar el mundo exterior social y político y sus propias e íntimas vivencias tienen algo de fenomenología aplicada, el sujeto inextricable de su contexto y su experiencia. Y lo hace, no de una forma lineal, sino quebrada, introduciendo imágenes o sonidos inesperados cuya lógica interna muchas veces se escapa. Se menciona mucho la palabra surrealismo en relación a Kentridge, pero quizás no sea tan surreal y suceda, como en el Bob Dylan de 1965-66, que ambos describen en retazos, en fragmentos. Ya lo había hecho William Burroughs o, llevado al extremo, James Joyce en Finnegan’s Wake (1939). Pero ese tipo de narración discontinua no surge en Kentridge como algo difícil o hermético. Al contrario, la idea general queda muy clara. A su peculiar modo, pero muy clara. Y conmovedora.
La exposición trata sobre el trabajo escénico de Kentridge y aquí se presenta casi toda su obra en este terreno. Pero no puede realizarse una primera exposición en un gran museo como el Reina Sofía dejando en casa los trabajos más famosos, que por algo lo son. De forma que están los montajes teatrales y operísticos pero también dibujos y algunas animaciones muy conocidas.
Basta y sobra el resto
La primera sala contiene el montaje para marionetas Woyzeck en el Alto Veld (1992). La historia del soldado Woyzeck, un clásico inconcluso de Georg Buchner (1813-1837), no es un simple dramón alemán del XIX sino una de las obras teatrales más tremendas que se hayan escrito sobre la degradación de la persona cuando esta es despojada de todos sus atributos emocionales, morales e intelectuales, quedando reducida a la mera vida. La versión de Kentridge traslada la acción a Sudáfrica porque vale en todas partes. El vienés dodecafónico Alban Berg, que aparece en otra sala con Lulu, escribió una partitura operística de esta obra que se cita en un fragmento de medio minuto. Pero aquí la música gira en torno al acordeonista callejero Alfred Makgamelele. En una sala adjunta se proyecta Monument (1990), una de sus primeras animaciones consagrada ya al racismo/explotación.
A lo largo del recorrido hay muchos dibujos que pueden ser independientes, preparatorios o la hoja que ha quedado al final de una secuencia, tras ese largo proceso de dibujo y borrado. Esto impresiona bastante, es como ver la secuencia comprimida en una sola imagen. Pero no todos los dibujos son funcionales, los hay que son trabajos autocontenidos, como en la serie de dibujos Colonial Landscapes (1995-96), con dibujos propios y otros prestados de la propaganda o la publicidad.
Luego viene la película Fausto in Africa! (1995), la grabación de una producción teatral mixta de marionetas y actores en vivo basado, claro, en el Fausto de Goethe. Le sigue Ubu dice la verdad (1997). Esa pieza cómico/desgarradora de Alfred Jarry donde el asesino usurpador y dictador demente al final se va de rositas, es trasladada a los interrogatorios de la Comisión de La Verdad sobre el apartheid, donde la mayor parte de los acusados fueron inmediatamente indultados.
Il ritorno d'Ulisse in patria (1640 en esta versión 1998) es una conocida ópera de Monteverdi que viene a simbolizar la popularización del género en Venecia, y Lulú (1937), la ya mencionada ópera de Alban Berg basada en la obra teatral La caja de pandora (1904) del escritor, dramaturgo y actor Frank Wedekind (1864-1918), una obra muy inquietante y una gran música.
El espectador transita entre maquetas de los montajes, llenos de figuras recortadas que en muchas ocasiones son de personajes famosos de la cultura. Estos elementos volumétricos como los muy imponentes de La nariz y Lulú para la Metropolitan Opera de NY se acompañan por las proyecciones, los dibujos, los grabados... La visita lleva su tiempo y eso que se echa de menos alguna obra de mayor importancia, como The refusal of time (2012), un resumen perfecto de todo lo que pretende Kentridge. Tampoco se puede tenerlo todo, dicen.
Sí, esto requiere tiempo, pero no cansa. Kentridge engancha y conmueve al público ocasional exactamente igual que a los habituales, al fin y al cabo todos somos personas y las realidades, sueños y alucinaciones a los que se refiere Kentridge resultan de lo más familiar. Como tampoco conduce las cosas a un punto insoportable, uno se queda pegado mirando lo que no es en lo absoluto agradable, porque la dominación del hombre por el hombre nunca lo es. Kentridge no solo lo recuerda; es que, como sucede con sus técnicas, revive ese tema fundamental y lo trae a nuestra cotidianidad.