Ruido y silencio

¡Ay, Candela!

Montero Glez

14 de enero de 2022 22:53 h

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En la memoria sentimental de aquellos años siempre aparece una mujer que tararea una canción con una pinza en la boca. Porque, en los tiempos de entonces, las mujeres cantaban en los patios cuando tendían la colada.

Eran canciones de amor y llanto, coplas que escuchaban por el transistor y que luego hacían suyas, llevándolas hasta su garganta con una mezcla de alegría y costumbre ante la rutina ciega del día a día. 

Cuando la modernidad empezó a entrar en Madrid, nuestra memoria sentimental se vio amenazada por los pelos de colores y el bote de Colón. Lo llamaron Movida, pero, más que un movimiento, aquello fue una reacción ante lo más puro, ante los sabores de barrio que envuelven las cosas sencillas. A partir de entonces, como quien no quiere la cosa, las relaciones se empezaron a falsificar, y el dinero empezó a subir de precio igual que cualquier otra mercancía. 

En aquellos tiempos, un chaval castizo, de nombre Miguel, familia obrera y corazón rojo, abrió un bar con el ingenuo propósito de mantener las dulces costumbres que estaban condenadas a desaparecer. Se trataba de un lugar hospitalario, donde todo el mundo era bien recibido, y donde el protagonismo lo tendría una música que había sido instrumentalizada por el franquismo; sí, me refiero a la música flamenca. 

La dimensión que aquel local tomaría con el paso del tiempo traspasó las fronteras de la hostelería, y el Candela pasó a convertirse en un lugar de referencia de la noche madrileña. Porque desde el año 82, hasta el otro día, en que cerró para siempre, el Candela ha sido algo más que un bar flamenco. Por decirlo con toda la majestad que merece, el Candela ha sido una institución de hegemonía en la cultura madrileña. Su cueva, de cal desnuda y bombilla pelona al techo, albergó noches de catarsis donde el duende -parafraseando a Lorca- quedaría achicado al borde de un pozo ciego.

Son muchos los nombres de artistas que bajaron hasta su cueva para descifrar en ella los arcanos más remotos. Pintores como Ceesepe, Bonifacio, Luis Claramunt o Miquel Barceló, actores como Juan Diego, cantaores como Camarón, Morente, José Soto o Pepe Luis Carmona, cantaoras como Mayte Martín, guitarristas como Paco de Lucía, el Bola, o Tomatito, bailaoras como Sara Baras o rockeros como Lenny Kravitz a su paso por Madrid, frecuentaban la magia del Candela.

La lista es interminable, como infinito es el recuerdo que nos devuelve hasta el barrio de Lavapiés bajando la calle del Olivar, semiesquina con la calle del Olmo, ahí donde un buen día, un chaval generoso tiró del hilo de la memoria hasta devolverla a los tiempos en los que se cantaba en los patios, tiempos en los que en los veranos, a la noche, los vecinos sacaban sus sillas al fresco del portal, y el reloj se paraba para siempre. 

Por eso, cuando la modernidad llegó a Madrid, y la velocidad del AVE y del ADSL se impusieron a los tiempos, siempre quedaba un sitio donde te podías sentir como en tu antiguo hogar, cuando las cosas eran más sencillas y el mundo estaba aún por descubrir, cuando la ropa aún no afeaba las fachadas y se podía tender en los balcones. Cuando el sabor de barrio se deshacía en el cielo de un paladar siempre cubierto de estrellas, y los deseos se compartían con la eternidad de las cosas infinitas. 

Y todo esto pasaba mientras un bailaor aquejado de mal de amores, recorría las mesas en su peregrinar por el Candela, buscándose a sí mismo a través del tiempo.