Podríamos retrotraernos a Atenas aunque hay estudiosos que defienden que la historia de la democracia empieza en Esparta porque no siempre fue un régimen oligárquico. También los fenicios, en Asia Occidental, tuvieron algo parecido a la ‘polis’. En todo caso, como la mayoría la sitúan en Atenas pese a rechazar lo que se ha denominado “la primacía griega” no seremos nosotros quienes les contradigan.
El profesor de clásicas e Historia Antigua en la Universidad de Oxford Simon Hornblower explica en ‘Democracia: el viaje inacabado (508 a.C-1993 d.C)’, un recopilatorio de artículos coordinado por el profesor de Teoría Política en Cambridge John Dunn, que la condición imprescindible para que surgiese la democracia ateniense fue una especie de “emancipación de los siervos”. Hornblower describe cómo era un modelo participativo o todo lo participativo que podía ser teniendo en cuenta el protagonismo de las élites. Los grupos de ‘excluidos’ iban desde los esclavos a las mujeres y se necesitaba el quórum de seis mil votantes en la Asamblea para conceder la ciudadanía a alguien.
Tanto la historia como la filosofía, a veces de la mano, se han ocupado hasta la extenuación de la relación entre la política y los ciudadanos. Las ciudades-república italianas desafiaron a la soberanía papal a principios del siglo XI. No se las podría considerar democracias pero sí contribuyeron a dar argumentos a favor de ella. Por ejemplo, existía el requisito de que todos los cargos políticos fuesen electivos y tuviesen un límite temporal. Se votaba, pero solo los varones cabeza de familia y que acreditasen propiedades y años de residencia en su ciudad. Parece poco pero entonces ya era bastante.
El estadounidense Gordon S. Wood, uno de los máximos expertos en la Revolución norteamericana, considera que entre los momentos cruciales en la historia de la política de Estados Unidos, llega a decir que tal vez el más crucial (podríamos añadir que con permiso de la aparición de Trump), tuvo lugar en 1786, durante el debate que se celebró durante varios días en la asamblea de Pennsylvania. Se discutía sobre dotar de una nueva carta de privilegio al Banco de Norteamérica. William Findley, un antiguo tejedor de origen escocés, defendió frente al comerciante más rico del estado, Robert Morris, que los directivos e inversores del banco tenían derecho a defender sus intereses pero no les amparaba ningún derecho para confundir a la ciudadanía y disfrazar con argumentos engañosos sus intereses personales y hacerlos pasar como intereses del conjunto de votantes. En definitiva, se debatía sobre algo que llega hasta nuestros días, de la relación entre los intereses privados y los asuntos públicos. Y eso conduce a definir cómo se legisla, en favor de quién o cómo se garantiza la libre competencia.
Habría que incluir aquí las herencias que dejó la Revolución francesa y su influencia futura en el movimiento obrero del siglo XIX o los partidos revolucionarios socialistas del siglo XX, en la idea de cómo los de abajo a través de sumar energías pueden contribuir a los avances democráticos, incluso a veces sin proponérselo o también recurriendo a métodos que solo pueden entenderse por la desesperanza.
“Después de la Revolución francesa, la democracia significaba, por lo menos, que el número era el recurso principal de la política. La cantidad contaba, ya fuese en el recuento de votos o en la ocupación de las calles. Era posible recurrir a la ‘calidad’, tanto si procedía de la nobleza heredada como de la educación, pero teóricamente no podía disfrutar de ningún privilegio especial”, escribe el profesor de Historia en Harvard Charles S. Maier en uno de los capítulos del ensayo coordinado por Dunn. La clave aquí es el “teóricamente”. Porque si se sustituye la nobleza o más bien si se amplia su papel al de otras clases dirigentes e influyentes, en especial el de las élites económicas, se podría llegar a la conclusión de que en la práctica sí existen esos privilegios especiales para determinados ciudadanos.
Por eso y aunque implique tener que citar a Maquiavelo, los más interesados en ejercer el poder siempre son aquellos que tienen mucho que perder. Eso hace que sean especialmente interesantes, aunque su desenlace haya sido desigual y en muchos casos decepcionante, los movimientos que han buscado combatirles y canalizar el descontento social durante el siglo actual. La Primavera Árabe, 'Occupy Wall Street', los indignados del 15-M o los chalecos amarillos franceses serían los más destacados, cada uno con sus propias características pero con el afán compartido de exteriorizar un descontento en las calles.
Para algunos no pasan de ser un simple epígrafe en la historia. Para otros, un ejemplo de movimientos sociales cuyas proclamas siguen vigentes. Probablemente la mejor definición la encontró Micah White, uno de los impulsores de la protesta en el distrito financiero de Nueva York cuando tildó el resultado de “fracaso constructivo”.
La Doctora en Ciencias Políticas y profesora en la Universidad de Columbia Nadia Urbinati los ha analizado en ‘Pocos contra muchos’ (Katz editores). Describe cómo 'Occupy Wall Street' tenía un propósito muy claro: “Exponer la contradicción según la cual mientras la democracia es el gobierno de la mayoría, en el estado actual de las cosas la mayoría social no cuenta para nada”. Ellos, igual que en las plazas del 15-M, impugnaban un sistema en el que la precariedad económica de muchos colectivos se da por descontada.
Urbinati explica cómo estos movimientos alertaban de la existencia de dos mayorías, la real y otra ficticia, la de los electores y los elegidos. La profesora recuerda que un turista preguntó a un policía por los motivos de la protesta en el Parque Zuccotti y el agente le contestó: “Protestan por todo”. Un resumen simplista para expresar la fatiga de una parte de la sociedad, incluso de aquella que nunca estaría manifestándose en una plaza.
En este ensayo se recuerda que ya Alexis de Tocqueville defendía que en la democracia hay una pasión invencible por la igualdad social, para no ser estigmatizado por lo que uno es. Y esta pasión se vincula a la dignidad, el mantener la cabeza alta y no aceptar “vallas de exclusión”. La reivindicación de derechos sociales, de acceso a la educación y la sanidad y la defensa de los derechos civiles se manifiesta a la hora de votar pero no se limita a ese momento. Es en los presupuestos y en la calle donde se deben plasmar esas pasiones, más o menos invencibles, a no ser que se decida tirar la toalla.
Cuando se confunden fracasos colectivos con responsabilidades individuales, como si todo el mundo estuviese en disposición de decidir su futuro, se contribuye a una mayor fractura social, a una sociedad de ganadores y perdedores bajo la falsa premisa de la meritocracia. “Las políticas sociales han tratado de mantener unido lo que hoy ya no encaja: la acción estatal igualadora, la educación, la movilidad social. El principio de progresividad social es violado y olvidado: en proporción a lo que tienen, los ciudadanos más ricos pagan pocos impuestos, mientras que la clase media y los menos ricos pagan más”, escribe Urbinati.
La teoría está clara. El voto nos equipara. Pobres y ricos somos iguales ante la urna. Pero antes y después, la equidad ya no es tal y puede empeorar en función de la papeleta depositada. Las diferencias persistirán y la cuestión es cómo combatirlas desde las instituciones u otros ámbitos. Si los que deberían ser los principales beneficiados de las medidas redistributivas interpretan que sus necesidades materiales no se ven satisfechas, optan por borrarse (abstención). Otros prefieren cada vez más abrazar causas populistas que canalizan su rabia sin que les sirva para mejorar sus condiciones vitales.
La democracia no se entiende sin las pasiones y se fortalece también gracias a los movimientos sociales que expresan su rechazo a las deficiencias del sistema. Pero al final el reto sigue siendo el mismo que en Atenas: redistribuir el poder en beneficio de la mayoría.
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