Bittor Arginzoniz es el artífice de que la cocina a la brasa se haya convertido en un arte y ha llevado a su restaurante Asador Etxebarri a ser el tercer mejor del mundo. Y lo ha hecho desde el respeto al producto, una dedicación absoluta y un silencio que pocas veces rompe.
Ni siquiera ha asistido a la proyección en el Festival de San Sebastián de “Bittor Arginzoniz. Vivir en el silencio”, un documental de Iñaki Arteta proyectado en la sección Culinary y donde se traza un retrato de la “compleja y rica” personalidad del cocinero.
Arginzoniz no podía dejar su restaurante para asistir a la presentación porque para él, como deja claro el documental, lo más importante es atender bien a sus clientes, a los que viajan muchos kilómetros para que sea él quien los cocine y no uno de sus ayudantes.
En medio del valle de Atxondo (Vizcaya), donde nació Arginzoniz, entre el espectáculo de las miles de tonalidades de verdes que dominan el paisaje, el caserío Etxebarri se alza humilde y sin destacar, en una réplica de la personalidad de su dueño.
Porque aunque se ha situado como el número tres en la lista de The 50 Best, la más prestigiosa del mundo de la gastronomía, a Bittor, como le gusta que le llamen, no hay éxito ni glamour que le deslumbre.
Su única obsesión es lograr la excelencia, de los productos, de las técnicas y de la experiencia. Controla hasta el último detalle con la ayuda de su mujer, Patricia Velar, y un reducido equipo de colaboradores.
Tiene su propia huerta y supervisa cada entrega de carne -desde Galicia-, de madera -encina del cantábrico- o de cualquier otro elemento indispensable para llevar a la práctica sus ideas.
Todas ellas pasan por la brasa, pero no unas brasas cualquiera.
En su cocina una hilera de hornos están dedicados a crear esas brasas con esa madera que da a todos sus platos un sabor especial. Y, en frente, las parrillas en las que hace su magia.
Para lograrlo ha inventado instrumentos, desde sartenes que parecen coladores a soportes -espetones- para sostener unas bolas metálicas similares a las que se usan para hacer el te, en las que hace unas espectaculares yemas de huevo a la brasa.
Y pese a todos los halagos que recibe su cocina, los únicos que le emocionan, como señala en la película, son los de su amigo y periodista gastronómico Rafael García Santos, el primero que creyó en sus revolución parrillera.
Los testimonios de García Santos, de Patricia Velar, de Dabiz Muñoz, Rafael Ansón o de sus hijos, Paul y Beñat, ayudan a entender mejor el perfeccionismo que ha acompañado a Bittor desde que hace 30 años abriera su asador.
Durante una década se dedicó en cuerpo y alma al restaurante, acompañado por su mujer, a la que conoció cuando entró a trabajar en el asador. No había fines de semana ni noches con sus hijos, criados por su abuela, a la que también llaman ama (mamá).
“En todo intento ser el mejor”, afirma Arginzoniz, que asegura que no necesita que nadie le presione o le exija más. “La mayor competitividad ya la tengo yo en mi propia cabeza”, asegura con una calma que no pierde ni en los momentos más estresantes del cocinado.
Una autoexigencia que le ha llevado a ser capaz de hacer angulas a la brasa, magdalenas ahumadas o a crear el que muchos consideran el mejor chorizo del mundo añadiendo en su elaboración pimiento choricero.
Logros que sin embargo, sigue achacando a la calidad del producto porque, asegura, “la parrilla no hace milagros”.
Un cocinero “peculiar”, como señaló Iñaki Arteta en la presentación del documental sobre un cocinero que “no solo es un aldeano de Atxondo”. “Es mucho más que eso, es una persona muy ligada a su pequeña tierra pero que tiene una manera de enviar mensajes al mundo con su cocina, que se basa en lo antiguo y se une con lo actual”.
Alicia García de Francisco