“Mira aquí arriba, estoy en el cielo”, arranca “Lazarus”, uno de los dos sencillos del que ya es el último álbum de estudio de la carrera de David Bowie, “Blackstar”, publicado el pasado viernes coincidiendo con su 69 cumpleaños, como “un regalo de despedida” del artista a su público.
Así lo ha señalado Tony Visconti, su amigo y productor musical de muchos de sus 25 discos desde “Space Oddity” (1969), así como el único portavoz autorizado del pensamiento creativo de este artista que, en la última década, escamoteaba sus intervenciones, sobre todo para promocionar sus trabajos. Hacía años que no concedía entrevistas.
Su renuencia pública se acentuó desde que en 2004 sintiera un dolor en el pecho en mitad de un festival en Alemania, que requirió una angioplastia de emergencia y que obligó a la cancelación del resto de la gira de presentación de “Reality” (2003), que hasta ese momento había reunido a más de 7 millones de espectadores.
Parecía que aquel sobresaliente álbum iba a significar la recuperación del mejor Bowie, tras una serie de álbumes que no parecieron tan acertados a ojos de la crítica entre finales de los 80 y la década de los 90.
Sin embargo, los años empezaron a transcurrir y el músico no daba continuidad discográfica a “Reality”. Es más, en 2006 ofreció una actuación benéfica en Nueva York que supuso su retirada definitiva de los escenarios.
Por si quedaba alguna duda, su mánager, John Gidding, declaró por enésima vez en una entrevista del pasado mes de diciembre que su representado no volvería a tocar en vivo. “Siempre que lo veo, antes de empezar a hablar, me espeta: 'No voy a hacer más conciertos'”, comentó el promotor.
Bowie se cuidaba. El periodista musical Julián Ruiz recordaba también recientemente cómo cada mañana y por prescripción médica daba un paseo matutino de una hora de duración en torno a su residencia en un exclusivo barrio de Manhattan. Disfrutaba de Nueva York porque allí podía mantener a salvo su privacidad.
Aunque cada paso de su carrera era intencionado, su mundo interior era un intrincado misterio, incluso para los estudiosos de su obra. Él mismo lo reconocía en una entrevista para NME tras la publicación de “The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars” (1972).
“Si mi obra se torna surrealista es porque ese es su propósito, el de darle a cada persona su propia definición. Yo mismo no entiendo la mitad de lo que escribo. Puedo repasar una canción que acabo de crear y cada vez significa algo completamente nuevo según mis circunstancias”, comentaba entonces.
No obstante, sus obsesiones afloraban en cada álbum, como quedó patente con el citado “Reality”, en el que el tema de la mortalidad jugaba un papel primordial.
La preocupación en torno a su salud fue creciendo a medida que sumaba años de silencio. Pasó una década antes de que, de la noche a la mañana, apareciera “The next day” (2013), grabado en secreto. Con la salvedad de “Where are we now?”, era un disco poco introspectivo que hablaba de la fama, el amor y el sexo adolescente, con guiños irónicos en sus letras a los rumores: “Sigo aquí, vivo y coleando”.
Si con aquel disco calmaba las ansias de material inédito con un trabajo relativamente amable y accesible para un público amplio, con “Blackstar” volvía a desarrollar obsesiones íntimas, con numerosas referencias a la muerte y un enfoque mucho más experimental.
Pareciera que este fuera el disco que necesitaba para quedarse a gusto consigo mismo o, al menos, para contentar a los amantes de sus aristas y de su trilogía berlinesa.
¿Era el lanzamiento de “Blackstar” la crónica de una muerte anunciada? Bowie llevaba 18 meses luchando contra el cáncer, un tiempo que coincidía plenamente con la elaboración de este álbum breve (solo 7 canciones), parte del cual ya había sido incluido con otra producción en el recopilatorio “Nothing has changed” (2014).
Parecía además cerrar un ciclo, aunque solo fuera porque Bowie aprendió música con un saxofón de plástico que le regaló su madre y porque este instrumento, en manos de Donny McCaslin, juega un papel fundamental en el sonido del álbum.
Ansioso, por momentos desquiciado, Bowie presenta un plantel de personajes torturados, donde reina un hombre que, como el Lázaro bíblico o la misma música de este genio británico, se muestra capaz de doblegar a la muerte y que así canta en el último sencillo de su carrera: “Oh, seré libre, como ese pájaro”.