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Opinión

Es mi calle, y mi bandera

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Miro por la terraza la acera de enfrente con la idea de salir a pasear, es la hora de comer, más bien la hora del café. La acera aparece soleada y casi desierta. Este mismo sol radiante iluminaba tres horas antes los rostros de decenas de miles de personas que han acudido a la Puerta de Sol, respondiendo a la llamada del Partido Popular de llenar las plazas de las 52 provincias españolas, en protesta por la ley de Amnistía del partido que todavía gobierna en funciones, el PSOE, con especial inquina contra su presidente Pedro Sánchez.

Por la mañana decidí no poner la televisión, huyendo de la realidad de las plazas. En el último momento me atrevo a hacerlo y puedo ver la Puerta de Sol llena de bote en bote. Un breve discurso moderador de Feijóo y otro en su estilo delirante y monótono de Isabel Díaz Ayuso, en el que además insiste en su idea “estrella” de que vivimos en una dictadura (ella no cae en que en una dictadura era imposible salir a las calles y llenar las plazas, a no ser que la manifestación fuera convocada por el poder franquista).

En el barullo de su soliloquio he creído entender algo como que “devolveremos golpe por golpe”. ¿A qué golpes se refería Ayuso? No he llegado a entenderlo. Creo que Ayuso necesita un profesor de dicción, que sepa colocarle la voz para que sus discursos transmitan la épica tremendista que yace en sus palabras, de momento las palabras se le amontonan en la boca, de un modo caótico y monótono.

Me fijé en los rostros de los manifestantes, era un público al que de modo indefinido calificaríamos de normal. Enfadados, pero no violentos, no se distinguían clases sociales ni edades o atuendos y actitudes que llamaran la atención. Gente normal, en un domingo especialmente brillante de noviembre. Había muchas banderas, eso sí. Pero ninguna con el aguilucho o un hueco en el centro, lo que antes llevaba impreso la bandera había sido recortado y en su lugar había un agujero en forma de elipse.

Si tuviera que rodar una película que ocurriera durante los disturbios de los últimos nueve días en el cruce de la calle Ferraz y Marqués de Urquijo empezaría por una plano general de unos energúmenos lanzándole contenedores a la policía antidisturbios, entre bombas de gases lacrimógenos, que le daría a la escena un aire estilizado y onírico, movería hacia atrás la cámara para mostrar que la imagen está siendo vista a través de un agujero elíptico y al final del plano descubres que se trata de una bandera rojigualda, a la que le falta el contenido de ese agujero.

Apago la televisión, lo que he visto es suficiente para saber que la llamada del PP contra la amnistía ha tenido una respuesta masiva.

Cuando miro por la terraza para ver el estado de mi acera de enfrente no estoy seguro de que vaya a animarme a salir. Tengo que pasear. Al menos media hora, cuatro mil pasos. Lo veo por todas partes. Hay que caminar. Las copas de los árboles del paseo me impiden ver a los posibles transeúntes. Además rechazo la idea de no salir por miedo. Salgo a la calle. Abajo descubro que hay más gente de la que imaginaba. Tampoco caí en que era la hora de la sobremesa y que las terrazas estaban a rebosar. En una visión rápida, descubrí que los colores de las banderas se mezclaban con el barullo de mesas, clientes y camareros, pero en una actitud, si es que una bandera pudiera tener una actitud, pasiva, abandonada, como cuando te sobra un jersey y lo dejas de cualquier manera en el respaldo de tu silla. Decido no mirar a nadie, ni a nada. Y camino.

En el paseo la gente disfruta de lo agradable del día, parejas jóvenes, algunas con niños. Más de una mujer mayor, sentada en los bancos del paseo empapándose del amable sol de noviembre. Chicos con patinetes, o gente que corre vestida de deporte. Me resisto a la sensación de miedo. Soy muy reconocible, incluso de espaldas, el remolino de pelo blanco me delata. Entre la gente que me cruzo algunos llevan una bandera tamaño medio alrededor del cuello como una bufanda, o en la mano arrastrando un extremo por el suelo. La sensación de apacible tarde de domingo casi anula mi sensación de que debo de estar alerta. De todos modos, me encuentro con una señora mayor, pero en buena forma, que me pregunta qué haces aquí. Yo le contesto que pasear. Ella me sonríe y antes de irse me dice: ten cuidado.

Camino más deprisa de lo normal, cosa que me viene bien. Me sienta bien haber salido a la calle y no haber cedido al miedo de encontrarme con algún desaprensivo. La gente está muy tranquila, también los de las banderas. Voy pensando en ello cuando un chico de uno 30 años, con acento argentino, me pide una foto. Aludo a que, aunque no lo parezca, estoy haciendo ejercicio, pero me hago la foto, mientras prepara el móvil me dice muy contento que soy muy guapo en persona.

Pienso que ya he cumplido mi propósito y celebro mi modesta victoria.

Antes de cruzar de acera encuentro un grupo de unas 10 personas, todas con banderas, en la espalda, modo capa, en el cuello, modo bufanda, o en las manos, como no sabiendo qué hacer con ella. Me voy a encontrar con ellos. No hay modo de evitarlo a no ser que dé un gran rodeo, y cruzo el paso de peatones y los veo, sin mirarlos, como tratando de decidir qué hacer con las horas que todavía les quedan de tarde. Atravieso el grupo y lo supero, no miro en ninguna dirección, como si estuviera solo en la calle. Y me digo a mí mismo: es mi calle. Y mi bandera.

Y respiro a fondo, cuando estoy dentro de mi portal.

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