A finales de los años 80, la decrepitud de los tablaos madrileños trajo consigo la necesidad de nuevos espacios flamencos. Por entonces, la música de origen palpitaba en las calles del centro. Los más jóvenes adaptaban las nuevas músicas al compás heredado de sus antepasados.
Aunque la noche de los tiempos dominaba la escena flamenca con su clave rítmica, la música de origen se reinventaba absorbiendo nuevas músicas que abrían posibilidades al mestizaje. El Sexteto de Paco de Lucía, con el cajón peruano como base rítmica, fue el modelo a seguir.
Por aquella época, el cajón peruano, que hizo famoso Rubem Dantas, empezaba a cobrar protagonismo y no había composición que no llevase incorporado el golpe seco sobre la madera, a imitación del taconeo sobre el tablao. No hay duda, si hay algo que diferencia al flamenco de los demás folclores, es su capacidad para reinventarse a cada momento.
Los jóvenes artistas de entonces formaban una comuna que pasaba las noches en la cueva del Candela, intercambiando humo de porros y nuevas falsetas. Fueron una generación invisible formada en las catacumbas del arte verdadero, el mismo que se sumerge en los sonidos negros del duende; una generación que se hacía visible cuando tocaba hacer algún pase en los tablaos que se llenaban de guiris y de público profano. Café de Chinitas, Corral de la Morería o Torres Bermejas eran algunos de los locales que vivían –y viven– del turismo y donde los números flamencos eran –y son– repeticiones de lo ya repetido.
Así fue hasta que llegó Antonio Benamargo a encargarse de revivir la noche flamenca, a llenar de entusiasmo un Madrid que deseaba volver a recuperar sus señas de identidad como capital de la música de origen. Benamargo lo consiguió desde Casa Patas, programando espectáculos donde nunca faltaba el toque y el cante, a la vez que se incorporaba la percusión tocada con gusto sobre la fina tabla del cajón peruano. Por decirlo a la manera científica: si el nuevo flamenco tuvo su laboratorio en la cueva del Candela, el tablao de Casa Patas fue la puesta en práctica del experimento.
Hubo noches memorables, como la que compartieron Diego el Cigala, al cante, con la guitarra de un joven Ray Heredia, artista que venía de Ketama, el grupo que aún era promesa y al que Antonio Benamargo siempre dio cuartelillo. Por seguir con los nuevos valores, en Casa Patas debutó con su primer disco Aurora Losada, rumbera de Caño Roto, hija de Amador, el de Los Chorbos, artista de respeto que doblaba voces y palmas entre arrebatos que sólo se entienden si eres iniciado en el camino del duende, ahí donde Federico García Lorca enfrentó sus demonios, siempre al borde de un pozo ciego. Con el tiempo, al escenario de Casa Patas se subiría Lin Cortés con su pellizco flamenco y, cómo no, también Rosalía, la niña que ahora triunfa por el mundo.
Luego estaba lo otro, la barra de madera trazada de punta a punta del local, antes de entrar al tablao. Un mostrador donde no faltaba su jamón pata negra, ni su carta de vinos, ni su café de puchero. Tampoco hay que olvidar la figura del pintor Bonifacio, apoyado sobre la barra, con la copa de chinchón en una mano y el cigarrillo en la otra.
Al igual que otros tantos negocios hosteleros, en estos meses de pandemia, el Patas tuvo que cerrar. Lo que pasa es que el cierre del Patas ha sido para siempre. El tren de alta velocidad del capitalismo nunca respetó al flamenco, aunque los señoritos que conducen la locomotora aparenten lo contrario.
Porque el capitalismo, en su modo neoliberal, convierte los derechos en mercancía y el derecho a la cultura no iba a ser menos. El parón de la locomotora ha traído graves consecuencias para los últimos vagones, que tuvieron que desalojar sin miramientos. Ahora, Madrid está de luto.
El poema de Dámaso Alonso, aquel que decía que Madrid es una ciudad con más de un millón de cadáveres, se ha hecho presente estos meses. Cadáveres que cuando llega la noche no pueden revivir, pues, según las últimas estadísticas, cientos de locales han echado el cierre; entre ellos Casa Patas. En fin.