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'Hellboy': la censura acaba con la sangre de los demonios, pero no con sus lágrimas

Fotograma de 'Hellboy' (2019)

José Antonio Luna

Hace 15 años que el Hellboy (2004) de Guillermo del Toro llegó al cine. El demonio rojo del director de El laberinto del fauno, basado en los cómics de Mike Mignola, se nos presentaba bajo un mundo de fantasía con estética steampunk en la que también había espacio para la reflexión y melancolía. Para unos personajes superheroicos poco tradicionales que rompían un cliché muy presente al comienzo de este milenio: el de que todo lo basado en las viñetas tenía que ser a la fuerza un relato cargado de golpes con poca sustancia narrativa.

Más de una década después, y con Del Toro asegurando que no se encargará de una tercera parte, llega a los cines otro Hellboy completamente opuesto al de entonces. Como el ying y el yang. Como el hijo bastardo de aquella idea. El demonio encarnado por Ron Perlman, pulcro y estilizado, ha sido reemplazado por un David Harbour (el jefe policía de Stranger Things) descuidado, melenudo y lleno de cicatrices. Además, su dirección ahora recae en Neil Marshall, encargado de varios episodios de Juego de tronos y cintas como Doomsday (2008) en la que las influencias de un genio del terror como Carpenter resultan más que evidentes.

Sería injusto, por tanto, abordar un análisis desde el punto de vista comparativo teniendo en cuenta que las pretensiones creativas de un director y otro son tan radicalmente contrarias. Es una práctica habitual cuando un producto cultural marca un punto de inflexión: el nuevo Batman no es tan bueno como el de Nolan o el mejor Superman es el de los 80 son solo algunas de las habituales marcas de referencia. Y no quiere decir que lo nuevo no deba ser criticado, sino que debería valorarse más como producto unitario que como la sucesión de una vieja gloria. Especialmente cuando, como en este caso, la propuesta es un giro de 180 grados.

Es quizá esta perspectiva comparativa la que ha provocado que casi todas las críticas de medios especializados hayan sido negativas. Donde Del Toro propone lírica, Marshall propone un concierto de heavy metal. Donde Del Toro presenta arte renacentista, Marshall presenta un viaje al barroco más oscuro. De hecho, aunque no siempre tienen el reconocimiento que merecerían, esta es una película donde el equipo de vestuario y maquillaje brilla en todo su esplendor. Solo basta un vistazo al personaje de Baba Yaga, una bruja deforme que acostumbra a alimentarse con sopa de niños muertos, para comprobar lo increíble de su caracterización. Ni un primer plano la arruina.

Pero las pobres valoraciones de la prensa no han sido el único enemigo de este Hellboy. El demonio de Marshall llega a los cines envuelto por la polémica decisión de Vértice360, la distribuidora española, de optar por estrenar un montaje alternativo que suaviza el gore y la violencia. Según señalan en un artículo de Xataka, todo se resume en que la empresa eligió la versión más light de las dos que les ofrecían la productora Lions Gate. “Nosotros no hemos recortado nada, todo lo que se ha eliminado cuenta con la aprobación de productora y director”, señalan en el tema.

En teoría son solo sesenta segundos de diferencia entre el metraje A y el B, pero son suficientes para cambiar el ritmo y el significado narrativo de escenas previamente concebidas por Marshall. De esta manera, lo que inicialmente fue promocionado como un largo con calificación R (para mayores de 18 años), ha acabado llegando a España, a algunos países de Latinoamérica y a China bajo la etiqueta de mayores de 16 años. ¿La intención? Que el fracaso de taquilla en los cines norteamericanos no se repita en otras localizaciones.

Ya no aparecen planos detalles de desmembramientos ni sangre a borbotones. La mesura impregna incluso en momentos clave para la locura, como uno casi al final del filme que no vamos a revelar para evitar spoilers. Con esto no es que se esté perturbando el deseo de unos cuantos maníacos por ver la pantalla teñida de rojo. Afecta al ritmo de las escenas, a la espectacularidad y, lo más importante, a la libertad creativa de un director que ve su producto recortado para responder a intereses comerciales.

No importa que la versión light cuente con la “aprobación de productora y director” para que evitemos usar la palabra censura contra ella. Y puede Marshall haya dado su consentimiento, pero este permiso parece responder más a unas exigencias del mercado que a una perspectiva cultural del producto. La autocensura también existe.

Ahora bien, tampoco se puede caer en el boicot a Hellboy simplemente por pensar que sin sangre no es una película arriesgada ni provocativa. Ni los insultos ni las peinetas son la receta contra el conformismo de Disney. Es precisamente lo que ocurre con la serie de Netflix Love, Death & Robots, una antología de robots que cae en la demostración gratuita de violencia para demostrar que es un producto dirigido a adultos mientras que repite narrativas y mecánicas tan viejas como el género. Es decir: la censura de Hellboy es una decisión comercial muy reprochable desde el punto de vista creativo, pero tampoco debemos caer como fans en pensar que en el gore está la esencia de un producto.

Los demonios también lloran

El alma de Hellboy se encuentra debajo de su rojo y duro caparazón. El film de Marshall no habla solo de la humanidad enfrentándose a unos diablos que emergen del subsuelo. Presenta también la dicotomía interna de unas horribles criaturas que, a pesar de su aspecto, luchan por ganarse un hueco en el mundo lejos de las llamas del infierno.

Podríamos decir que en Hellboy hay parte de lo que Kafka transmitió en La Metamorfosis (1915): la soledad, la discriminación y los problemas de quien intenta ser aceptado ante la mayoría. Es esa la razón por la que David Harbour, a pesar de mostrarse como un mostrenco sin capacidad para desbloquear su smartphone sin partirlo, es en el fondo un niño grande que ha crecido sin el amor necesario. Al igual que ocurre con personajes como Hulk u otros seres mitológicos como el hombre lobo, sus mayores enemigos son ellos mismos.

Las criaturas atacan a la humanidad, pero ¿por qué los humanos responden con disparos? La lógica dice que nosotros somos los defensores de la libertad, los elegidos para defender la paz, pero quizá no es tan sencillo. Es lo que por ejemplo vemos con el personaje de Gruagach, que se encuentra atrapado en el cuerpo de un jabalí gigante muy a pesar de sus deseos.

A veces es necesario forzar la empatía (hasta con criaturas horrendas) para comprobar que cada acto puede estar precedido de alguna justificación. Es lo que podemos ver en otros filmes como Distrito 9 (2009), en la que los alienígenas no luchaban por conquistar la tierra, sino que eran maltratados y recluidos en guetos por nuestra raza. Porque, a veces, ni siquiera es necesario descender a los infiernos para encontrar seres diabólicos

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