Cuando una película de un cineasta africano se cuela en la sección oficial de un festival importante se habla de ello como un acontecimiento, como una rareza. Eso ocurre porque realmente es muy poco habitual que los certámenes como Cannes o Venecia pongan sus ojos en el cine hecho en África. Si suena la flauta suele ser porque hay dinero francés en forma de coproducción de por medio. Es cierto que no se produce tanto como en Europa o EEUU, pero sí que hay directores que han logrado contar sus historias. Sus miradas siempre tiene algo diferente, una mirada que no ha sido educada en el colonialismo ni en el paternalismo. Hay una diferencia en cómo retratan los cuerpos y las relaciones.
Aunque es verdad que el cine africano tiene pocos representantes conocidos, también lo es que por encima de ellos se sitúa Abderrahmane Sissako, que de hecho fue jurado en el pasado Festival de Venecia que coronó a Pedro Almodóvar con el León de Oro por La habitación de al lado. Sissako deslumbró en 2006 con Bamako, presentada fuera de concurso en Cannes y que mostraba un patio de una casa de la ciudad que da nombre a la película donde se había organizado una sala de juicios en la que portavoces de la sociedad civil africana acusan al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional de los males que asolaban África.
Su película más conocida llegó nueve años después, Timbuktu (2015), por la que incluso fue nominado al Oscar a la mejor película internacional en representación de Mauritania, compitió por la Palma de Oro y dio la sorpresa arrasando en los César del cine francés ya que ganó los premios a Mejor película, dirección y guion además de otros cuatro trofeos.
Desde entonces Sissako no había estrenado una nueva película. Sus proyectos se cuecen a fuego lento, y así es como se ha originado la historia que ha dado lugar a Té negro, el esperado filme que ya está en las salas de cine españolas. De nuevo trae una historia desconocida para los espectadores occidentales, la de los muchos africanos que realizaron una especie de éxodo a China. La cuenta representada en Aya, una joven de Costa de Marfil que tras decir que no el día de su boda en su país, emigra al país asiático, donde consigue trabajo en una tienda de té.
El filme es una historia de amor, pero también una mirada a cómo todos somos migrantes. En esta ocasión Sissako se ha fijado en los africanos que viajaron a Asia, algo que el cine normalmente no ha contado. Sissako encontró el germen de su historia en un restaurante llamado La Colline Parfumée (La Colina Perfumada), regentado por una pareja donde él era asiático y ella africana. Allí conoció ese éxodo africano a la ciudad de Guangzhou, que generó una gran comunidad negra y propició una multiculturalidad que el filme embellece con sus imágenes.
Con sus historias intenta abrir también el espectro de lo que se cuenta sobre África, porque él siente que no se hace mucho cine sobre su continente, y que cuando finalmente se produce, “se reduce a dramas migratorios, a problemas económicos, a la gente pobre que viaja”. Él “quería mostrar un África con belleza”. “Aquí hay una mujer como Aya que se va, que tiene curiosidad por el otro. Me he sentido muy feliz de poder contar esto”, explica el cineasta.
Para Europa parece que las guerras acabaron con la Segunda Guerra Mundial, porque ya no está sufriendo esa violencia, pero no es así. Hay violencia y masacres en otros continentes
Hay en su cine una dignificación de la persona que emigra, porque cree que siempre en ellos “hay un viaje de curiosidad”. “Los africanos que van a España, de diferentes países, tienen el interés de aprender español inmediatamente. Los que van a China aprenden chino. Hay una búsqueda de lo universal que, en mi opinión, es realmente una búsqueda fundamental”, opina y cree que no hay ese mismo interés a la inversa, hacia tener un conocimiento sobre África.
“El mundo es grande, porque está hecho de diversas identidades y cada identidad es rica. Si nos interesamos por ellas, crearemos un mundo que dé menos miedo. Ese miedo que ahora hay hacia el otro, hacia ‘el extraño’. Si realmente nos interesamos por ellos les veremos como menos peligrosos. Si olvidamos su color de piel, si nos decimos a nosotros mismos que este tipo que está frente a mí, que habla mi idioma, con errores, pero mi idioma, y que quizás incluso otros cuatro idiomas en su continente, viene a darnos más riqueza... Es importante que se respete la identidad del hombre que viaja”, dice con contundencia.
De momento no es optimista con que eso ocurra, y cree que desde occidente no existe esa voluntad de cambiar la mirada: “Europa no se ha interesado nunca de verdad por África, y esto sigue igual. Solo hay un interés económico, de explotación. Siempre lo ha habido, el mismo que España ha tenido y tiene en Latinoamérica, además, de un complejo de superioridad. Siempre que exista esa superioridad, nunca podrá surgir un verdadero interés por una cultura”.
Una mirada en la que el hombre blanco y europeo está siempre en el centro, algo que Sissako nota en su poco interés en los conflictos bélicos que existen si no les afectan de forma directa. “Para Europa parece que las guerras acabaron con la Segunda Guerra Mundial, porque ya no está sufriendo esa violencia, pero no es así. Hay violencia y masacres en otros continentes. Somos incapaces de conseguir que haya paz en Oriente Medio. Existe una violencia cotidiana que sufrimos, y por tanto necesitamos un verdadero recomienzo si queremos crear un futuro para nuestros hijos y nuestros nietos. Dejarles un mundo mejor, sin violencia. Pero eso es realmente casi una utopía”, zanja con cierto pesimismo. Es por eso que su cine se antoja cada vez más necesario, porque tiene claro que debe seguir “fiel al mismo objetivo, hablar de África tal y como existe realmente y en relación con el resto del mundo”.