El Museo Arqueológico Nacional conserva más de un millar de objetos expoliados por el franquismo. Obras de cerámica que la dictadura saqueó a sus dueños y acabaron en las paredes de un museo. Durante décadas no ha importado a nadie de dónde vinieron esos restos ni quiénes eran sus legítimos dueños. El mundo del arte ha vivido del expolio constantemente. Otra noticia sacudía el mundo museístico recientemente. El Museo Nacional de Antropología retiraba todos los restos humanos de la visita pública. De nuevo, la mirada del presente hacía reflexionar sobre colocar restos de muertos en una vitrina. El expolio y la revisión de los museos etnológicos tienen mucho que ver con lo que plantea Alice Rohrwacher en La chimera, la película que ha cerrado por todo lo alto la sección oficial del Festival de Cannes.
La directora italiana, que ya maravillara a todos con Lazzaro feliz, cuenta la historia de unos tombaroli, unos ladrones de tumbas italianos liderados por un inglés con los rasgos de Josh O’Connor que saquean tumbas etruscas para vender los restos que encuentren. Vasijas, sonajeros, joyas, monedas de oro… cualquier cosa les vale. A través de su historia y de su estilo poético, con fugas oníricas y mucho de Fellini, Rohrwacher invita a reflexionar sobre muchos asuntos, pero principalmente dos que siempre están en su cine: la propiedad y la desigualdad sistémica.
Sus protagonistas son unos perdedores. Hay una mirada compasiva hacia ellos. Son solo parte de un sistema, la más débil. Un simple engranaje. Ellos saquean y venden por cuatro duros para malvivir. Son parte de los márgenes, del campo italiano abandonado. Lo que ellos venden pasa por las manos de un misterioso personaje, llamado Espartaco, que luego lo vende a museos y coleccionistas de todo el mundo. Lo que luego vemos en las salas nace de un delito, pero a nadie le importa. El problema no está en aquellos que cometen físicamente el delito, sino en la punta de la pirámide, esos coleccionistas que acuden a subastas para poseer cualquier cosa.
Sin cargar sus tintas, con su toque de fábula, con maravillosas canciones y derroches de genio −la música electrónica que irrumpe sin que nadie lo espere−, la directora invita a reflexiones muy profundas. ¿Alguien tiene derecho a quitarles a los muertos con lo que fueron enterrados?, ¿de quién son los muertos?, ¿del Estado, del pueblo? Comienza una conversación sobre la propiedad que se replicará de forma más explícita posteriormente en la película, cuando lleguen a una estación de tren abandonada y un personaje pregunte de quién es: “de todos… o de nadie”, dice alguien. Rohrwacher plantea que lo público debe ser de todos, un procomún. Que los edificios pueden tener un final mejor que ser devorados por las plantas. Lo hace con una escena final donde una comuna feminista demuestra que lo colectivo es mejor.
Opone a sus tombaroli, todos hombres, todos cegados por cuatro pesetas, a las mujeres solteras que apuntan a un mundo mejor. Que son solidarias, que no son avariciosas. De nuevo su fábula habla sobre la desigualdad. Rohrwacher ama a los perdedores. Son sus héroes. No les salva de sus acciones, pero les escucha, les mira con ternura y les comprende. Son parte de un sistema que fomenta la desigualdad, que se aprovecha de ella. ¿Se plantearían saquear tumbas estos personajes si tuvieran un trabajo digno?
Una película que esconde muchas capas en su deliciosa forma y que tiene en la excelente interpretación de Josh O’Connor, que mandó una carta a la directora para trabajar con ella, una de sus mejores bazas. El actor, que diera vida al príncipe Carlos en The Crown, es uno de esos actores capaz de expresar millones de sentimientos con una sola mirada. Sin palabras. Sus escenas con una divertidísima Isabella Rossellini son un puro goce en un filme complejo y delicado.
Las dudas del palmarés
La chimera debería estar presente en un palmarés donde muchos ven como favorita La zona de interés, la adaptación (libre) de la novela de Martin Amis que dejó mudo a Cannes en los primeros compases del certamen. Es, sin duda, la película más potente, contundente e importante de las que han pasado por la sección oficial. Una mirada al Holocausto que no muestra ni una sola muerte, ni una sola escena de violencia y que, sin embargo, resulta la más perturbadora de todos. Una reflexión brillante sobre la banalidad del mal que hace que uno se cuestione cómo se puede mostrar algo tan horrible desde la ficción y una película que, en una arriesgada escena final, también mira al presente.
El jurado que preside Ruben Östlund no debería olvidar tampoco el humanismo de Aki Kaurismaki en la hermosa Fallen Leaves. El finlandés vuelve a mirar a los perdedores con su característico humanismo, mostrando la necesidad de estar unidos. Una historia de amor llena de guiños cinéfilos y musicales que es una de las favoritas de la crítica. Kaurismaki es una leyenda del cine europeo que, además, no tiene ninguna Palma de Oro.
Otra de las más aclamadas ha sido la francesa Anatomía de una caída, de Justine Triet, un thriller judicial a través del que la directora radiografía a una pareja con un hijo con problemas de vista. Quizás los premios más importantes parecen demasiado botín para ella, pero el de interpretación femenina debería ser, sin duda, para su protagonista, Sandra Huller, imponente. Para el de mejor actor suena con fuerza el japonés Koji Yakusho, genial en su contención en Perfect Days, de Wim Wenders, y con una escena final que conmueve hasta la lágrima. Ojo también con un clásico de los palmareses de Cannes, Nuri Bilge Ceylan, que con About Dry Grasses puede apuntar a Mejor guion y, sobre todo, con las dos apuestas de no ficción de la sección oficial: Juventud, de Wang Bing, y Las hijas de Olfa, de Kaouther Ben Hania.