Las pistas sobre lo que iba a ser Madres paralelas ya estaban ahí, delante de nuestros ojos, en los pósters del filme. No supimos verlo, pero basta comparar y fijarse en la cartelera de cualquier cine para ver el respeto que Almodóvar ha profesado siempre por el arte del diseño y la cartelería.
Superada la polémica del primer póster, eliminado de varias publicaciones de Instagram, el diseño de Javier Jaén nos mostraba un pecho en blanco y negro con un pezón lactante en la forma de un ojo. Una mirada que lloraba. ¿Por qué? ¿A quién lloran las madres de esta película? El segundo cartel abría nuevos interrogantes: Penélope Cruz aparecía abrazando a Milena Smit, pero su gesto se convertía en un mapa de líneas blancas y negras que parecían no tocarse ni fusionarse por completo. Un abrazo sin reconciliación, sin grises ni medias tintas. Una suerte de trincheras, cavadas entre ellas, que las separaban desde el interior.
Pedro Almodóvar acaba de inaugurar la 78ª edición del Festival Internacional de Venecia con Madres paralelas. Y no lo hace como otros realizadores mostrando su trabajo en modo promocional sin mojarse: tiene por costumbre entrar en competición y la suya será una de las cintas que aspiren al León de Oro. Como vaticinaban los carteles, estamos ante un drama sobre maternidades heridas. Tres personajes femeninos radicalmente distintos que tienen en común una forma particular de entender el pasado y el presente, el trauma y sus cicatrices. Un relato hábilmente tejido sobre las trincheras emocionales de un país que quiere llorar a sus muertos, e intenta construir un futuro de reconciliación, imposible sin verdad, memoria y reparación.
Una fosa, tres mujeres y demasiado pasado enterrado
Madres paralelas sigue las vidas de tres mujeres que entienden y ejercen la maternidad de formas distintas. Janis (Penélope Cruz) es fotógrafa freelance y se ha quedado embarazada, para sorpresa del padre biológico que rechaza la idea de serlo porque está en proceso de separación de su actual pareja. Ante la negativa del hombre, Janis decide ser madre soltera.
En el hospital conoce a Ana (Milena Smit), también a punto de ser madre soltera, pues el padre de la criatura se desconoce. Ambas tejerán una complicidad automática que las llevará a ayudarse mutuamente durante el embarazo y hasta a dar a luz el mismo día. Con el tiempo Janis conocerá a la madre de Ana, Teresa (Aitana Sánchez-Gijón), una mujer que en la cincuentena empieza a tener éxito como actriz de teatro y cuya carrera en auge no está dispuesta a sacrificar para ayudar a su hija.
Tras este triángulo de relaciones afectivas late constantemente otra historia: la de una fosa común oculta en el pueblo de Janis, en la que supuestamente se encuentran los restos de su abuelo, fusilado por el bando golpista.
La ausencia de hombres, prácticamente fantasmas en la narración si exceptuamos el rol de Israel Elejalde, nos devuelve al universo fundamentalmente femenino de gran parte de la filmografía del realizador, pero muy en sintonía con la estilización y madurez expresiva de Julieta, que compitió en el festival de Cannes en 2016. Una película con la que esta comparte no pocos puntos en común. Además de determinadas querencias de la puesta en escena y el montaje, Madres paralelas se interroga constantemente sobre la maternidad, el modelo de familia tradicional, el peso moral de la consanguinidad y, sobre todo, el pasado individual como construcción de un yo presente que necesita sanar heridas.
Durante gran parte del metraje, Madres paralelas abraza el lenguaje del melodrama para conformar una compleja historia de afectos y defectos alrededor de Janis, Ana y Teresa. Una suerte de madeja que al deshacerse puede resultar irregular –por momentos lánguida y por momentos apasionada–, pero siempre es estimulante por su elegancia narrativa y su discurso subyacente.
Las trayectorias más o menos parecidas de las vidas de Janis y Ana generan un nivel de proximidad muy íntima entre las dos que solo choca frontalmente en un tema: el pasado. Mientras Janis lucha por cerrar una herida que forma parte de su historia familiar –conseguir enterrar dignamente a su abuelo–, Ana no quiere hablar del suyo propio, empañado por el trauma. Janis vuelve al pasado para comprenderse, Ana sostiene que nada bueno puede surgir de mirar atrás. Y en esta encrucijada, Almodóvar toma la delantera para convertir esta película en una de las más abiertamente políticas de su carrera.
El derecho a recordar, el derecho a sanar
“No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la historia humana se niega a callarse la boca”, escribía Eduardo Galeano. Una cita del libro Patas arriba: la escuela del mundo al revés que Almodóvar incluye en Madres paralelas a modo de aviso. Esta película asume una posición muy clara en cuanto a memoria histórica de nuestro país se refiere.
El hallazgo, lo realmente valiente en su caso, no es explicitar una posición política directamente en su cine, sino vincular la crítica con la vida y la intimidad de tres mujeres muy distintas. Sabido es que lo personal siempre es político, pero la elegancia y la contención con la que aquí se encuentran ambos conceptos hace que Madres paralelas brille hasta en sus momentos menos inspirados.
Los traumas de las protagonistas de esta película empiezan a sanar al compartirlos, al descubrirlos al mundo en toda su crudeza y verdad. Las heridas que no se ven no cicatrizan con la misma celeridad que las que sí, pero en esta película el olvido fingido, el echar tierra sobre el dolor, no es solución alguna. La cita de Galeano, de hecho, continúa así: “El derecho de recordar no figura entre los derechos humanos consagrados por las Naciones Unidas, pero hoy es más que nunca necesario reivindicarlo y ponerlo en práctica: no para repetir el pasado, sino para evitar que se repita; no para que los vivos seamos ventrílocuos de los muertos, sino para que seamos capaces de hablar con voces no condenadas al eco perpetuo de la estupidez y la desgracia”.
En una escena aparentemente baladí, los personajes de Penélope Cruz y Rossy de Palma llegan al pueblo natal de ambas. Penélope le pregunta a su amiga si está bien, pues se la ve alicaída, callada y pensativa. Rossy de Palma asiente y afirma: “Es solo que tengo muchas ganas de llorar”. Uno tiene la sensación, más tras una pandemia como la que hemos vivido, que de eso va todo: de llorar a los muertos. De dejar ir las lágrimas secuestradas durante décadas. Y con esta película, tenemos la esperanza de poder hacerlo.