Almodóvar reinventa el wéstern en un sensual y precioso corto que destroza la masculinidad del género
Chantal Akerman cambió el cine en 1975 con Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles. Colocaba en el centro del relato lo que nunca se mostraba en el cine: el espacio doméstico. Las acciones a las que la sociedad había relegado a las mujeres no eran interesantes para las películas. Las historias no contaban a mujeres cortando patatas, o fregando platos. El espacio doméstico, en cuanto a vinculado a la mujer, estaba condenado al ostracismo. Como mucho a la acción en segundo plano, mientras otras cosas (por supuesto, más importantes según los directores) ocurrían en primer plano.
En el wéstern, el espacio doméstico no existía. El género más masculino por definición y tradición es un sitio reservado solo para los hombres muy hombres. El imaginario creado por EEUU y por el cine del oeste está copado de acciones de tíos rudos. Apuran tragos, miran a las jóvenes bailar en el saloon, tienen duelos a muerte y buscan venganza. Las mujeres, casi siempre, son comparsas. Solo existía un tipo de masculinidad en el wéstern hasta que varias directoras —sobre todo mujeres, además de Ang Lee en Brokeback Mountain— empezaron a mirar con otros ojos, los de su propia experiencia invisibilizadas y estereotipadas, a esos personajes. La amistad tierna y delicada de First Cow es impensable de un wéstern clásico, como lo es la mirada homoerótica que desprende cada fotograma de El poder del perro.
A ellas se une ahora Pedro Almodóvar que, con Extraña forma de vida, reinventa el wéstern y lo hace suyo. Lo acerca a las formas del melodrama, el género donde él mejor se desenvuelve, y sitúa a sus dos protagonistas en el centro de un conflicto pasional. La etiqueta, puesta desde el anuncio del proyecto, es la de un wéstern gay, y en efecto lo es, pero hay mucho más. Almodóvar coloca en el Oeste ese espacio doméstico que Akerman puso en Jeanne Dielman. Aquí los vaqueros hacen la cama, se limpian, se cuidan. Se abrazan y se besan. Hay una vida en las cuatro paredes que nunca se mostraba, una vida que también incluía la homosexualidad que no existía en el cine clásico de Hollywood.
Desde su propio título, Almodóvar deja claras las reglas de su propuesta. Titular su cortometraje con el título de un fado y colocar a Manu Ríos cantándolo con la voz de Caetano Veloso en los primeros compases ya marca las normas de su lejano Oeste. La reinvención de Almodóvar no es radical ni refuta el imaginario ya creado. Aquí hay caballos, shérifs y una historia de venganza. Entre sus rendijas, se cuela una historia de amor y pasión protagonizada por Pedro Pascal, el amante que vuelve tras décadas sin verse; y Ethan Hawke, el representante de la justicia que busca al hijo del primero por un crimen.
Su reencuentro desata lo nunca resuelto. Extraña forma de vida es eminentemente almodovariana. En los colores, en las casas (esas mantas que podrían ser tan manchegas como americanas), en las referencias artísticas en las paredes (aquí Georgia O’Keeffe dominando el espacio escénico), en las frases descarnadas que se escupen los amantes con una mezcla de rencor y pasión. Y no hay nada más almodovariano que el deseo, ese deseo que da nombre a su propia productora y que es, sin duda, uno de los temas más recurrentes de su filmografía.
Aquí el deseo se desboca en el reencuentro, y luego se consolida en una escena para el recuerdo, un flashback donde los amantes piensan en ese primer beso. Almodóvar consigue una de las escenas más sexys y sensuales vistas en bastante tiempo. Las bocas —masculinas y femeninas— que beben del vino que cae —una escena que él reconoce que está inspirada en Peckinpah— y donde los dos hombres acaban encontrándose es puro goce visual y erótico. Lo que viene después es una escena donde la agresividad del wéstern se transforma en un revolcón donde los amantes no consiguen consumar su pasión por los ropajes propios de la época, un guiño irónico y socarrón a las normas cerradas del propio género. Ese mismo revolcón se repetirá después, pero en otro contexto, el puramente violento, en una rima visual que une el sexo y la muerte de forma clara.
Extraña forma de vida sabe a primer acto de una película, y uno se queda con ganas de más. Quiere saber qué pasa en ese rancho. “Hace años me preguntaste qué podían hacer dos hombres viviendo juntos en un rancho. Te responderé ahora”, dice Pedro Pascal en la hermosa escena que cierra este trabajo, mientras suenan los acordes de Alberto Iglesias, que vuelve a demostrar que es un maestro y uno de los mejores compositores de bandas sonoras de la historia del cine español.
Hay, también, mucho amor al wéstern por parte de Almodóvar. No viene a destrozar lo ya existente, sino a modernizarlo. Hay mucho de Johnny Guitar, de Duelo al sol, y hasta un plano que homenajea claramente a Centauros del desierto, con nuestros dos vaqueros saliendo a contraluz por la puerta de la casa donde ellos sí han podido ser los hombres que realmente han querido ser sin las miradas censoras del pueblo. Porque, como decía la Agrado en Todo sobre mi madre, “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”.
El cortometraje se estrenará en salas de cine el 26 de mayo.
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