La ambición desbocada de Denis Villeneuve convierte 'Dune: parte dos' en un espectáculo agotador
El cineasta entrega la segunda parte de su adaptación de la novela de Frank Herbert; una película excesivamente larga y con una autoconsciencia que ahoga sus propias imágenes
Hay que estar muy seguro de uno mismo para comenzar una película con una voz en off antes incluso del logotipo de la productora. Seguro de uno mismo y seguro de la frase en sí, que quedará como anticipo de lo que está por venir. A Denis Villeneuve le sobra seguridad. Se la ha ganado. Lleva décadas en esa línea en la que lo autoral y lo comercial se unen. Juega en la liga de Christopher Nolan, la de los blockbusters inteligentes. Lo que pasa es que esa línea es más fina de lo que parece, y caerse de ella es fácil.
Que Dune: parte dos comience con una voz en off antes del logo de Warner es una declaración de intenciones. Lo que dicen esas intenciones es que estamos ante una película importante y que es (demasiado) consciente de esa importancia. La voz anuncia la sentencia más evidente del universo Dune: “Aquel que domina la especia, domina el mundo”. Una frase que funciona como presagio de lo que está por venir: Dune: parte dos es una película que se sabe buena, y que se cree que es más importante de lo que realmente es.
Hay en esta secuela mucha voz engolada, mucha autoconsciencia, demasiada ambición desbocada y mucha filosofía del tres al cuarto. Hay tanta que la duración de la película se alarga hasta las casi tres horas cuando realmente la trama en sí podría haberse reducido a una hora. Villeneuve retoma la historia donde dejó la primera parte, y cuenta en esta segunda parte el ascenso de Paul Atreides como el elegido y el dilema entre sus sentimientos hacia Chani y sus deberes como líder, pero realmente la ‘chicha’ ocurre entre medias de muchísimas escenas pretendidamente espectaculares donde uno ve el estilo visual del filme, el gran derroche de producción y lo bueno que es Villeneuve.
Entre tanta pretensión de epatar uno se cansa, y llega agotado al supuesto clímax final. La sensación es que todo se podía haber contado más rápido y mejor. La película sufre de constantes elipsis forzadas que uno no sabe si están buscadas para aparentar cierta complejidad narrativa o simplemente está mal contado. El problema es que los personajes saltan de un lugar a otro y pasan de actuar de una forma a la contraria. Eso sí, con mucha explosión, mucho desierto, mucho Hans Zimmer, mucho Timothée Chalamet con cara de mustio y mucha Zendaya con cara de enfadada.
En Dune: parte dos todo aparenta ser profundo, pero para demostrarlo se tiene que enunciar. Se dice en alto. Hay un momento en el que Paul Atreides mira al anillo que le dejó su padre. Un gesto suficiente para que entendamos lo que piensa en ese momento, pero Villeneuve, al guion junto a Jon Spaihts, cree que es mejor que el personaje lo diga, porque todo el mundo sabe que cuando uno está solo en un desierto perdido en los confines del universo le da por hablar en alto con el fantasma de su padre.
Hay una escena en la que queda en evidencia esa autoconsciencia de la película y es en la presentación del personaje de Austin Butler, que recurre a un blanco y negro justificado de forma torticera, porque el blanco y negro es más autoral que los ocres del desierto. Butler, por cierto, es el que mejor parado sale del reparto principal junto a Rebecca Ferguson y un Javier Bardem que es el único que parece divertirse de todo el reparto. A Dune le falta humor, le falta ligereza. Precisamente lo que aporta Bardem.
Los cacareados fichajes, menos el de Butler, se quedan en casi cameos, incluido el de una Florence Pugh a la que se usa para colar una voz en off que aparece y desaparece según el antojo de los guionistas, y el de Lea Seydoux, reducido a una escena a pesar de tener tres horas de metraje para darle algo más de desarrollo. También está la aparición sorpresa (ya no tanto porque se desveló en la primera alfombra roja y se ha contado en todos los medios) de Anya Taylor-Joy en un personaje que aquí aparece como otra voz en off, en esta ocasión la de un feto (sí, un feto que el espectador ve y que habla como si fuera una influencer de Instagram haciendo de poeta) y en persona un flash forward que anuncia una inminente tercera parte.
Sería injusto decir que Dune: parte dos es un descalabro. Ya quisieran para sí la mayoría de blockbusters la mitad de ideas que propone Villeneuve (aunque no todas le salgan), e incluso hay dramáticamente una propuesta interesante, la de la creación del líder y el uso de la fe y los fundamentalismos para convencer a la masa. El problema es que todo ello queda embarrado en una narración deslavazada que acaba haciéndose bola al espectador. Muchas veces lo profundo se confunde con lo oscuro y dramático, y no tiene que ver. La ligereza a veces ayuda, y aquí nadie parece saberlo.
Para terminar habría que recurrir, de nuevo, a Céline Sciamma. Hace unos meses la directora reflexionaba sobre la duración de las películas y aseguraba que aquellos que hacen películas de tres horas están haciendo activismo para si mismos, “no para el cine”. Solo un dato, la película de Villenueve dura 166 minutos. La reciente ganadora del Oso de Oro, la brillante Dahomey, 67 minutos. Hay más intención en la escasa hora del filme de Mati Diop que en este mamotreto espectacular pero sobredimensionado y agotador.
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