En un rincón de la inmensa ciudad de Tokio, en una avenida colmada por el color blanco del cerezo en flor, una anciana llamada Tokue se acerca a pedir trabajo a una pastelería. El jefe duda porque la mujer tiene más de 70 años y porque sus manos están enfermas. Después de insistir una y otra vez, él la pide que se vaya y la regala un dorayaki. Al día siguiente la anciana le lleva anko casero, la pasta de judía dulce muy típica en Japón que sirve de relleno para el dorayaki. Cuando el jefe lo prueba experimenta una sensación indescriptible, está demasiado bueno, imposible no contratar a la anciana. Aunque él sabe mejor que nadie los problemas que le puede acarrear trabajar con una leprosa.
Con Una pastelería en Tokio la directora Naomi Kawase trabaja, por primera vez, con un material que no es suyo. Esta preciosa fábula sobre la felicidad está basada en una novela de Durian Sukegawa y su personaje principal, el de Tokue, está inspirado en una anciana real. La que hacía, intuimos, un anko exquisito.
Tokue es una afectada más por la Ley de Prevención de la Lepra, que se promulgó en 1953 en Japón y que obligaba a los afectados por la bacteria, incluido niños, a que abandonaran sus hogares para estar confinados en unas instalaciones especiales. En estos leprosarios les sometían a estrecha vigilancia, los esterilizaban, se provocaban abortos (a pesar de que la lepra no es en absoluto heredable) y no les permitían salir sin permiso. En 1960 la OMS advirtió que tales medidas de aislamiento ya no eran necesarias, sin embargo, el gobierno japonés no abolió la ley de cuarentena hasta 1996. Para entonces todos eran ancianos, con una media de 74 años. Fue ese día de 1996 cuando por fin se sintieron como seres humanos.
Pero no fue tan fácil. Como Tokue en la película, la mayoría de estas personas no tenían a dónde ir. Habían pasado su vida aislados y sin contacto con sus familiares. Los prejuicios sociales y la miseria provocaron que miles de personas se quedaran encerradas en leproserías. Hoy, en pleno siglo XXI, tener lepra en Japón sigue siendo un estigma grave. “Las personas que sufren lepra han sido tratadas con discriminación y aislamiento en nuestro país. Aún queda gente que sufre esta enfermedad y sigue sufriendo discriminación, pero viven en una postura muy positiva”, comentó Kawase a EP en la presentación de la película en la Seminci de Valladolid. “Solo el hecho de existir es algo maravilloso”, sentenciaba.
No es fácil tratar esta enfermedad en el cine, hay pocas películas donde aparezca la lepra y menos que basen su argumento en esta dolencia. Quizá Molokai, la isla maldita dirigida por Luis Lucía (más conocido por sus títulos de 'Cine de Barrio' con Manolo Escobar o Rocío Durcal) es una de las películas que da más visibilidad a dicha enfermedad, y donde se cuenta la historia real del Padre Damián, un entregado misionero llega a Molokai, en Hawaii, donde 800 leprosos viven retirados del resto.
Otro ejemplo es Ben-Hur, donde la lepra aparece de refilón, cuando la madre y hermana de Charlton Heston enferman y son enviadas a un lazareto. También aparece en el melodrama protagonizado por Bette Davis, Jezabel o mucho más recientemente en el biopic del joven Che Guevara, Diarios de Motocicleta. Pero sin duda hay una imponente ausencia de títulos que denuncien la manera en la que los enfermos de lepra han sido marcados a lo largo de la historia.
Un poco de luz en el cine de los marginados
A pesar del inmenso drama que supone la situación de los leprosos en Japón, Naomi Kawase prefiere dar un poco de luz a toda esa gente que desgraciadamente se mantiene al margen de la sociedad. En Una pastelería en Tokio se cuenta la historia de Tokue con una inmensa fuerza narrativa y un inteligente equilibro melodramático que comparte con otros clásicos sobre la marginación o el aislamiento social. De la misma forma que el chico de aspecto monstruoso de Máscara, de Peter Bogdanovich, enseña a su madre (Cher) a dejarse seducir por las terribles ansias de aventuras, la anciana Tokue dará lecciones de vida a los dos personajes que la rodean. Dos generaciones distintas representadas por el jefe de la pastelería y por la joven Wakana.
Los tres convivirán durante un año en esta pastelería donde el paisaje dominado por los cerezos cambiará radicalmente en cada estación, como también ocurría en Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera de Kim Ki-duk. A pesar de la prosperidad que los dorayakis de Tokue traen al negocio, el jefe tendrá que enfrentarse al intolerante dueño y de paso a los fantasmas del pasado. Por otro lado, la joven Wakana, prácticamente abandonada por su familia, recibirá de sus nuevas amistades la fuerza necesaria para enfrentarse a un entorno tan adverso.
Kawase siempre se ha movido entre el videoarte y el cine documental, pero con Una pastelería en Tokio se ha desprendido de su estilo para filmar su película más accesible hasta la fecha. A pesar de todo sigue apuntando la cámara hacia el cielo, las nubes, los árboles, esa naturaleza que tanto ama; y sigue contando la historia con precisión y a fuego lento. Con la misma pausa con la que Tokue cocina la pasta de judías, oliendo cada cocción y degustando cada historia que se desprende de cada una de las ellas: “Cuántas lluvias y cuantos días de sol habrán visto estas judías”, se pregunta la protagonista.
La directora sigue persiguiendo las cosas efímeras con la edulcorada intención de mirar dentro de ellas para que el espectador repare en lo no tan evidente y dé otro sentido a su existencia más humano, más íntimo y más auténtico. Es imposible ver esta película y no pararse un momento a disfrutar de lo que nos rodea. Tokue se convierte en un personaje memorable, una anciana con lepra que hace los mejores dorayakis de todo Tokio y que no renuncia a la felicidad por mucho que la hayan aislado del resto del mundo.