La mayor parte de las películas que introducen a un personaje trans centran su trama en su proceso de transición, en sus problemas para ser aceptados en la sociedad, en su sufrimiento diario. Un pesimismo que las coloca siempre en una posición de víctimas sin mostrarlas también en sus momentos de felicidad, de plenitud. Sin mostrarlas, de alguna forma, como mujeres que ya no están definidas por esa etiqueta, sino que son mujeres de pleno derecho. Una normalización hacia la que avanza la ficción, y que es la que convierte a Mónica, de Andrea Pallaoro, en uno de los retratos más importantes y luminosos en ese sentido.
No porque la película del director italiano sea una comedia, sino porque su protagonista, marcada por un trauma del pasado, no está definida por ser una mujer trans. A ojos de todos es, simple y llanamente, una mujer. No hay referencias concretas hacia ello, e incluso muchos podrían perder las pocas claves que lo indican. Una historia sobre el perdón y el coraje de alguien que su director define como “una heroína moderna”.
El cine de Pallaoro es un cine de cocción lenta, un retrato de personajes que se definen más por sus actividades cotidianas que por lo que dicen o por actos extraordinarios. Este es el retrato de Mónica y su regreso a casa para perdonar y poder avanzar. Una película que nace del deseo del director “de explorar el tema del abandono, pero entendido no solo como el acto de ser abandonado, sino también como la experiencia de no ser reconocido o de no ser aceptado”. Temas que ya trató en su anterior filme Hannah, y que también aborda mirando “cómo interfiere en los traumas, en las relaciones con el mundo y en la identidad”. Al dar el protagonismo a una mujer trans, el tema de la identidad abordaba una nueva capa.
Nunca dudó de que la actriz elegida (Trace Lysette, famosa por series como Transparent) debía ser una mujer trans, “no necesariamente una actriz”, porque vieron a mujeres trans que no eran actrices. Una búsqueda que fue larga y costosa. Duró más de un año y probaron “a más de 30 candidatas para el papel”. “Tengo que decir que desde el primer momento en el que encontré Trace fue un amor a primera vista, porque entendí que ella sería la persona adecuada para emprender este viaje juntos, pero también para incorporar cosas y encarnar el estado emocional y psicológico que quería explorar con la película. Además ella había vivido en primera persona todo, porque su historia es muy parecida a la de Mónica”, cuenta Andrea Pallaoro desde el Festival de Gijón, donde se ha presentado la película.
Otra de las apuestas “fundamentales desde el comienzo del proyecto” era no definir al personaje por ser trans. “Era una cosa importantísima, pero no sólo para mí, sino también para mis colaboradores. Sobre todo para la protagonista, porque vemos a Mónica como una mujer. Sin especificar nada más y sin hablar demasiado sobre su transición, ni sobre el hecho de que sea trans. Ella es una mujer trans, pero no está subrayado. De hecho, hay pocos elementos en la película que se refieren a esta cuestión, pero para mí era fundamental que una mujer trans fuera reconocida como mujer a todos los efectos. Así que este fue el punto de vista”, explica y cuenta que hay espectadores que han visto la película y que incluso no se han dado cuenta de que es transexual, algo que le agrada y que no ha visto que ocurra en otras películas donde no se trata lo trans de esa forma.
Vemos a Mónica como una mujer. Sin especificar nada más y sin hablar demasiado sobre su transición. Para mí era fundamental que fuera reconocida como mujer a todos los efectos
En un mundo lleno de cinismo, Mónica se presenta como una persona capaz de perdonar, de una bondad contagiosa, algo que hace que Pallaoro la defina como “una heroína moderna”. “Es un personaje muy valiente. Porque es un personaje que consigue asumir su pasado y sus dramas a través del perdón, pero lo hace con valentía y con gracia. Y esto es un paradigma fascinante para mí. Es un personaje que admiro mucho”. Un personaje que se define, como el cine del director italiano, a través de su intimidad y sus hechos cotidianos, porque “a través de ellos es cuando nos vemos y nos mostramos a nosotros mismos más y mejor”. La cotidianeidad como “método de revelación y de expresión”.
Una obra austera, que pega su cámara al cuerpo de su protagonista y la encierra en un formato cuadrado que subraya la intención del director de “explorar un estado psicológico y emotivo específico”. “El cine tiene un poder inmenso cuando nos da la posibilidad de penetrar en el mundo interior de un personaje, cuando nos da la pausa, la posibilidad de fotografiar sus sentimientos, sus pensamientos, sus emociones. Ese era mi objetivo principal. También porque esto da la posibilidad al espectador de proyectarse en el personaje y en la historia de manera mucho más individual e independiente, hacia una catarsis personal”. De ahí ese formato que recuerda “a un retrato fotográfico y que resalta el cuerpo en vez del paisaje evidenciando un sentimiento de claustrofobia y de codependencia entre los personajes que están dentro del cuadro, creando también un paralelismo entre lo psicológico y lo físico”.
En Mónica también tiene un papel esencial la música, que no es una banda sonora externa, sino “exclusivamente diegética”. El espectador escucha lo que la protagonista, las mismas canciones y se emociona con ellas de la misma forma. Una música “inherente al mundo del personaje” que consta de “11 canciones elegidas para que el espectador entre en el personaje de Mónica a través de la música que ella elige y que muchas veces están en contradicción con lo que ella está sintiendo, como si la música fuera algo que Mónica busca para sentirse de una manera diferente, para cambiar su estado de ánimo”.