Herny McHenry (Adam Driver) sale al escenario del teatro en el que interpreta su show de comedia stand-up llamado El Simio de Dios. Sale vestido con la parafernalia de un boxeador, dispuesto no tanto a hacer reír a su público como a combatirlo, a provocarlo. Es un cómico en la cúspide de su carrera y acaba de iniciar una relación con la cantante de ópera Ann Defrasnoux (Marion Cotillard).
Ella también se encuentra en punto álgido de su carrera: llena auditorios, emociona hasta las lágrimas a la audiencia, recibe elogios y aplausos apasionados de su público. A ella le echan flores sobre el escenario, a él si pudieran le tirarían tomates. Ella despierta sentimientos positivos en quien aprecia su talento, él alimenta los bajos instintos, trabaja la indignación ajena.
La suya es una historia de amor a la que el realizador Leos Carax inocula una dosis generosa de incomodidad y malestar desde el inicio. Se diría, de hecho, que Henry no ama a Ann, ama lo que ella ve en él y desea lo que ella tiene. Cuando nace su hija, Annette, la vida de ambos estalla en mil pedazos.
Las marionetas de una generación ensimismada
Annette, el personaje que da nombre a la película, es una marioneta. En sentido literal y en sentido figurado: Carax nos la presenta, tras una genial y perturbadora escena de parto, como un muñeco de madera cuyos hilos no somos capaces de ver. Aunque que no los veamos no significa que no existan.
En manos de Henry, Annette se convierte en una estrella rutilante: su voz emociona como la de su madre, si acaso más. El público la adora. Siendo tan solo un bebé, Internet la convierte en su mascota oficial por ser mona, rara y tener talento. El motivo está de más, pues el usuario vuelca sobre ella sus sentimientos sin tener en cuenta los de la criatura.
Lo cierto es que la carrera de Henry va de mal en peor: chistes racistas y machistas violentan cada vez más a quienes antes alababan su hiriente sentido del humor. Carax centra en el papel de Adam Driver, y su progresivo descenso a los infiernos, un discurso profundamente desengañado –también conservador y elitista– sobre el mundo del espectáculo. Para él, un arte decadente para entretener a una platea que ya no está dormida –como ocurría en Holy Motors–, sino que resulta incomprensible en su empoderamiento: ahora está tan despierta que solo vive el arte a través de emociones básicas, cambia de opinión como una veleta al viento, y abuchea a placer y sin ningún tipo de filtro.
Henry vuelca sobre el futuro de Annette todas sus frustraciones, esperanzas y miedos. Pretende realizarse a través de ella, también lavar su imagen y redimir sus crímenes –que no son pocos–. Hasta que se da cuenta de que ya es tarde para todo.
Con esta película, Carax entona a ritmo de los Sparks, que firman todo el guion cantado, el 'mea culpa' de una generación de padres que ha cometido errores insalvables. No en vano el realizador le dedica la cinta a su hija. Annette nos habla de hombres que más que meter la pata, han hundido a sus hijos en el barro. Pendientes solo de sus éxitos, de sus progresos y de la búsqueda del reconocimiento ajeno, lo han quemado todo a su paso.
Hasta se permite un hilarante tema musical dedicado al #MeToo y al miedo que anida en muchas mujeres, que se preguntan si duermen con un monstruo. Todo al servicio de una ópera buffa en la que, si acaso, lo único que se echa de menos es a Denis Lavant, alter ego de Carax en la mayoría de sus filmes. Si bien Adam Driver rinde homenaje al intérprete francés para ofrecer una actuación tremendamente exigente en lo físico: vinculada al cuerpo, al músculo, al movimiento y sus tensiones. Solo que se expresan a través de un gigante –literalmente, el tipo mide 1,90– como Driver.
En esta literalidad también se asienta parte del humor de la cinta: que Annette sea una marioneta no es casualidad. A Carax ya no le valen las metáforas ni las medias tintas, está convencido de que cuanto más explícito sea, más conectará con una audiencia cuya inteligencia él mismo pone en duda. Reírse de su cinismo depende del espectador, también caer en su provocación.
El amor fou lo destruye todo
Decíamos antes que Carax inocula cierto malestar en la relación pretendidamente romántica de los protagonistas de Annette. Temas musicales como True Love Always Find a Way son tan siniestros como una pesadilla, mientras que otros como We Love Each Other So Much suenan más a canto fúnebre que a balada romántica.
El bautizado por sus compatriotas como amor fou, ese enamoramiento desvinculado de la razón y capaz de destruirlo todo, era el germen de la primera película del realizador: Chico conoce a chica, cuyo desolador final ya expresaba el destino manifiesto de esta clase de relaciones.
La genial premisa de Mala sangre, su segundo filme, era la de un thriller con robo y enamoramiento fatal. Un joven buscavidas (Denis Lavant de nuevo) debía robar el antídoto de un virus –glups–, que estaba matando a la gente que practicaba sexo sin amor. En su segunda película Carax ya presumía de una nostalgia romántica que acababa, en última instancia, contaminando toda la propuesta.
Un romanticismo provocador que llevaría hasta la tragedia operística en Pola X –recordemos aquella banda de rock industrial que acogía y luego retenía al protagonista–. Amores llenos de violencia como la que veíamos en Los amantes de Pont-Neuf, en la que el personaje Denis Lavant dinamitaba cualquier atisbo de mejora del personaje de Juliette Binoche con tal de retenerla a su lado.
Annette es, a juicio de quien esto escribe, la mejor película de Leos Carax desde Mala Sangre. También la que muestra una progresión más clara en su discurso, profundamente conectado con los temas que vertebran su filmografía, pero sin evitar el comentario social. Sin resultar tan ensimismada como Holy Motors –una película fascinante por otras razones–. Consciente, a sus 60 años, de que su cine bien puede haber romantizado las relaciones tóxicas. De que pedir perdón era mejor que pedir permiso, pero ya es tarde para pedir perdón.