Hemos llegado al punto en que, durante la promoción de su nueva película y ante la pregunta de si cree que va a seguir interpretando a Aquaman, su protagonista admite que la cosa “no pinta bien”. Lo dijo Jason Momoa a menos de una semana del estreno de Aquaman y el reino perdido. Días después Warner Bros. orquestó un pase de prensa en Madrid fusionándolo con un trapacero evento para influencers la noche antes del estreno y fijando el embargo de la crítica para la mañana siguiente: cualquier tentativa de ir asentando un discurso crítico antes de que la secuela de Aquaman estuviera en carteleras quedaba totalmente abortada. Pero se podía pillar la idea. Ni Warner, ni Jason Momoa, ni nadie, confían en Aquaman y el reino perdido.
Y es que, aunque hubiera una mínima confianza, el calendario es el que es. El año que viene, gracias a la huelga de actores y guionistas, la única gran producción de superhéroes que verá la luz será Deadpool 3, colocando al personaje de Ryan Reynolds en la continuidad del Universo de Marvel mediante la irritante lluvia de cameos y escaparates IP a la que ya nos ha acostumbrado la patente de corso del “multiverso”. Todo por ver si así se puede olvidar el fiasco de The Marvels, y disimular que los superhéroes han alcanzado finalmente su declive. Aún así, quien dirigiera la trilogía de Guardianes de la Galaxia en la misma Marvel no quiere darse por enterado. En 2024 James Gunn va a estrenar Superman: Legacy.
Lo que nos devuelve a Aquaman 2. Con Superman: Legacy, Gunn contempla un reinicio total del Universo DC siguiendo el escrupuloso esquema de fases que en Marvel solía funcionar tan bien. Ocurrirá con una Fase 1 llamada Capítulo 1: Dioses y monstruos, donde introducirá versiones distintas de los superhéroes que hasta ahora deambulaban por la franquicia superheroica de Warner. El Superman de Henry Cavill, la Wonder Woman de Gal Gadot, el Batman de Ben Affleck… todos quedarán atrás. También le ocurrirá a Aquaman, y el mismo Momoa es consciente. De ahí que Aquaman y el reino perdido sea más una despedida que una secuela, aunque sus responsables no supieran que lo era mientras la desarrollaban.
Hasta aquí hemos llegado
James Gunn y el productor Peter Safran quedaron al mando del Universo DC a finales de 2022, cuando la antigua directiva ya tenía un plan de varías películas que prolongarían la saga inaugurada por Zack Snyder en El hombre de acero, allá por 2013. Gunn y Safran proclamaron velozmente que su idea era practicarle un reboot drástico e implacable a una compañía convulsa, que nunca había terminado de rendir plenamente en todos esos años. Las películas destruidas por la crítica, los fracasos en taquilla, los rocambolescos conflictos tras las cámaras… DC era una marca totalmente quemada, que en el momento de cambiar de manos tenía casi terminadas hasta cinco películas más.
A falta de saber qué ocurre con Aquaman y el reino perdido —aunque “no pinta bien”—, cuatro de esas cinco películas han pinchado en taquilla. Black Adam, ¡Shazam! La furia de los dioses, Flash y Blue Beetle. Todas, cada una con sus particularidades, han lidiado con la desconcertante tesitura de llegar al público sin saber si sus personajes tenían futuro, proyectando escenas postcréditos hacia ninguna parte. Quizá el caso más extremo sea Flash, por cómo se abalanzaba sobre el multiverso a la estela de Marvel con el tragicómico objetivo de poner orden en DC, y además quería celebrar el legado de la cabecera con un desfile de cameos tan absolutamente horripilante como para certificar lo muerta que estaba la saga.
Todas estas producciones —salvo quizá Blue Beetle, película independiente que ha pasado sin pena ni gloria y que también era bastante mala— tuvieron un desarrollo marcado por los cambios de rumbo, los retrasos y los reshoots: escenas nuevas grabadas meses después del rodaje, según el nuevo pálpito de algún ejecutivo de DC antes de quedar de patitas en la calle. Es lo que ha pasado con Aquaman y el reino perdido, que durante su larga posproducción ha grabado y descartado varias veces los cameos de hasta dos Batman distintos: el de Ben Affleck —que quizá pueda respirar tranquilo ahora que todo parece acabar por fin— y el de Michael Keaton —que por alguna razón, y con la idea de que debutara por todo lo alto en Flash, fue postulado para liderar el Universo de DC con el Batman que había presentado Tim Burton en el 89—, siendo aún así el detalle más inofensivo de la gestación.
Porque también ha estado lo de Amber Heard. La película como tal terminó de rodarse en enero de 2022 —sí, se ha tirado casi dos años quitando y poniendo Batmans—, meses antes del mediático juicio entre Amber Heard y su expareja Johnny Depp. Al término del proceso la imagen de Heard había quedado muy dañada, y mientras los fans de Depp exigían a Warner que la apartara de Aquaman 2 como el mismo estudio había hecho anteriormente con el actor —sustituyéndolo por Mads Mikkelsen en las películas de Animales fantásticos—, se abrió paso el rumor de que efectivamente habían recortado el papel de Mera en el argumento. James Wan aseguró que era mentira, y que la idea desde el principio había sido centrar el protagonismo de Aquaman 2 en Arthur Curry (Momoa) y su hermano Orm (Patrick Wilson).
James Wan es el director y coguionista de Aquaman y el reino perdido, y hay quien piensa que es una pena que se haya visto envuelto en todo este desbarajuste. No solo porque su anterior Aquaman —la película más taquillera del Universo DC, con 1.152 millones de dólares que superan lo recaudado por cualquier Caballero Oscuro— prometiera en 2018 una saga algo menos encorsetada y ajena a los excesos ominosos de Zack Snyder, sino porque Wan resulta ser además uno de los directores indispensables del terror contemporáneo. Saw, Insidious, Expediente Warren, o la gozosa Maligno que rodó entre la primera y la segunda de Aquaman. Es un director de entusiasmo desbordante, lleno de talento e ideas. Pero ni siquiera él ha podido resistirse al agotamiento que inundaba la saga de cabo a rabo.
Las ruinas de la Atlántida
Las claves del éxito de la primera Aquaman estaban delimitadas por la visión de Wan. Una vez el personaje de Momoa había formado parte de una Liga de la Justicia según como la quería entender Snyder —aunque aquella primera versión la terminara Joss Whedon—, y ese entendimiento no había cuajado, convenía dejarse llevar por la ligereza. Pero una ligereza no entendida en clave Marvel —donde los chistes que emanan de los personajes nunca quieren salir de una cierta zona de confort ni comprometer la experiencia monocorde del público—, sino una ligereza totalmente invadida por la frivolidad. Una persecución de lo kitsch, de la opereta retorcida, que encajaba a la perfección con la improbable vis cómica de Momoa.
Momoa no es un tipo gracioso. Pero parece que sí se hace gracia a sí mismo, con una autosuficiencia macarra que ocasionalmente ha llegado a lugares valiosos —caso de su estupendo villano en la última Fast & Furious—, y esto otorgaba a la primera Aquaman una cualidad rarísima, que nunca ha podido volver a conjurarse desde entonces: era una película tan fea y mamarracha que solo podía fluir desde la complicidad del público, pero que no perseguía abiertamente esta complicidad. No eran los personajes de Marvel pidiendo desesperadamente que les queramos a cada diálogo o discusión inofensiva. Aquaman era desafiante, como desafiante era su diseño de producción hiperdigitalizado, su soundtrack maquinero y sus escenas de acción aceleradas según los pálpitos de Wan.
Esta es la fórmula que sigue Aquaman y el reino perdido. Lo que es una buena noticia —es una película más digerible que las cuatro anteriores de DC, más que nada porque esta sí parece propiamente una película—, pero solo hasta cierto punto. Los terremotos industriales y los cambios de rumbo no han pasado en balde por ella. Se percibe la huella de los reshoots, el desarrollo es confuso, y desde luego algo raro ocurre con Amber Heard: aunque en efecto la trama no deje apenas hueco para Mera debido a la buddy movie —la comedia de colegas/hermanos que se empeñan en protagonizar Arthur y Orm—, esto no termina de explicar que la actriz parezca continuamente desubicada, recitando sus líneas de guion en un limbo que han ensamblado con el resto mediante una edición realmente humillante.
En lo que respecta a la citada buddy movie, que fuera idea original de Wan no implica que sea una buena idea. Estas propuestas rinden cuando hay guionistas con oído para los diálogos y los personajes están lo bastante matizados como para que sus conflictos tengan hondura. No ocurre ni lo uno ni lo otro en Aquaman 2. Es decir, Aquaman es el chulo impulsivo mientras que Orm es el tipo serio y rígido, pero sus interacciones no tienen la más mínima gracia ni se libran de la sensación de haber nacido de un pálido deseo de emular lo que hicieron en Marvel con Thor y Loki: esos Chris Hemsworth y Tom Hiddleston cuya química deja a Momoa y Wilson sumidos en un deprimente ridículo.
Aquaman y el reino perdido quiere retener el aire festivo de la primera película, pero parece que nadie está de humor para ello y los únicos destellos de disfrute genuino —más allá de ese acompañante cefalópodo que solo ha aumentado protagonismo por la gracia que le hizo a Internet que tocara la batería en la primera Aquaman— provienen del catálogo de monstruos y criaturas al que el director es tan asiduo. Cuando la película se centra en calibrar su belleza abisal, y en poner a los personajes a luchar a través de planos secuencia falseados y coreografías tronadas, Aquaman 2 consigue recordarnos que hubo un tiempo en que DC podía inspirar algo parecido a la alegría. Pero a estas alturas todo parece tan roto como para preguntarse si a Gunn le queda realmente algo por salvar. O si le merece la pena el esfuerzo.