Diego Lerman estaba llegando a su productora, el lugar donde este director argentino se encontraba escribiendo su siguiente película, una comedia. Llegó y en la puerta estaba la policía. Había un charco de sangre y un montón de cámaras y periodistas alrededor. Ellos, los de los medios de comunicación, fueron los que le contaron lo que había pasado: un hombre disfrazado de viejo le había disparado a su exmujer delante de sus dos hijos justo en la puerta de su productora, que en ese momento aún seguía manchada de sangre. La mujer estuvo en coma varios días pero se recuperó. El hombre fue detenido.
Lerman se obsesionó y comenzó a seguir el caso. Visitó varios refugios de mujeres maltratadas -uno de ellos se puso en contacto con la víctima el día antes del suceso-, investigó todo lo relacionado con el intento de asesinato que se encontró en la puerta de su trabajo y de paso con las consecuencias de la violencia de género y las dificultades que viven las mujeres maltratadas en Buenos Aires.
Así nació Refugiado, la última película de este director-autor. Un tipo que se toma su tiempo para rodar una película cada cuatro años y que exprime las posibilidades cinematográficas en cada una de ellas. Siempre con la intención de que todas las virguerías narrativas, los encuadres y las decisiones de guión sirvan para mejorar el relato y la experiencia del espectador.
Refugiado podría ser una película muy convencional sobre el maltrato si no fuera porque es un ejercicio de estilo brillante y demoledor. Y la culpa la tienen los “nenes”. “Todo el asunto del disparo se cruzó con que acaba de nacer mi hija. Yo veía a los nenes y pensaba en esa edad, en su mirada, en cómo observan el mundo desde abajo y como todo lo social, las reglas y las normas van entrándoles poco a poco”, nos explica el propio Lerman. “Estaba como muy flasheado con eso, con la mirada de los nenes, con cómo se relacionan con el mundo”. De este cruce de intereses viene el magnífico resultado de esta película. En la que todo está contado con el punto de vista de ese niño que al principio del filme ve a su madre embarazada tirada en el suelo por culpa de la paliza de su marido.
El realizador argentino coloca a sus personajes en una continua huida. Nunca vemos al villano, una especie de figura desenfocada que solo deja tras de sí las terribles consecuencias de sus actos. Si no fuera porque Lerman ha optado por no manipular los elementos cinematográficos o si no quisiera que el filme fuera realista, crudo y verosímil, hubiera optado por el típico malo de película sin rostro, algo así como el camionero de El diablo sobre ruedas. Pero Lerman le da un matiz de arrepentimiento a este personaje y lo convierte en humano. El conflicto, por tanto, es más complejo y más potente de lo que cabría esperar en otra película sobre el maltrato.
La búsqueda artística del nuevo cine argentino
El nuevo cine argentino se está alejando de las comedias de Diego Peretti, esas que hace una década se pusieron tan de moda gracias a la divertida No sos vos, soy yo que parecía que en Argentina no se hacía otro cine. Hasta que Juan José Campanella llegó y alcanzó la cima de su talento con aquella obra maestra que se llevó el Oscar El secreto de sus ojos. Este año el cine argentino ha tenido otra réplica estimulante en sus propuestas cinematográficas. Lerman dice: “Las películas que más me atraen son las que tiene una búsqueda, no películas de fórmula”. Y eso es precisamente lo que se destila de cada última propuesta del país de Adolfo Aristarain. Un cine de autor ejecutado con brillantez.
Primero nos llegó Relatos salvajes de Damián Szifrón, una comedia negra con un ritmo tan salvaje que pocos se resistieron a verla en cines, en Argentina, aquí y en Estados Unidos, donde casi repite la proeza de Campanella en los Oscar. Pero aunque su perfil con un Ricardo Darín brillante y un Leonardo Sbaraglia más canalla y violento que nunca pueda parecer el de una película comercial, no lo es en absoluto. Es un festín cinematográfico que pasea entre géneros, que evita lo políticamente correcto, que se ríe de ellos y de todos y en el que Szifrón se ha dado un homenaje como autor.
Después llegó Jauja, premio FIPRESCI en el último Cannes, un filme de Lisandro Alonso que se podría catalogar como el primer western escandinavo dirigido por un argentino. Una película difícil protagonizada por Viggo Mortensen, un reto para el espectador en el que se entremezclan la filosofía, la mitología y la miseria del ser humano entre secuencias contemplativas.
Ninguno tiene referencias muy concretas salvo ellos mismos, es lo que tienen los autores. Y con Diego Lerman y su Refugiado ocurre más de lo mismo. “Casi todo en mi película es una autorreferencia. Quería volver a mi opera prima, una road movie en blanco y negro titulada Tan de repente. Había algo de ese dinamismo que yo quería recuperar con Refugiado”. Durante el rodaje de esta road movie urbana donde se nos presenta un Buenos Aires más oscuro que de costumbre, más sucio y más salvaje, Lerman improvisó. Eso se nota en las escenas de juego del niño protagonista, que son todo verdad.
En Refugiado existe esa búsqueda artística del nuevo cine argentino, el director experimentó en cada secuencia y no escribió el final hasta la última semana de rodaje para desprenderse del proceso que la película planteaba. Nadie sabía cómo iba a terminar esta historia, un poco como les ocurre a todas esas mujeres que tienen que huir de sus casas para salvar su vida.