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Crítica

'Argylle', Matthew Vaughn ha montado un circo mediático con gatos y Taylor Swift para una de sus mejores películas

Dua Lipa y Henry Cavill bailan en 'Argylle'.
1 de febrero de 2024 22:29 h

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En los últimos meses ha corrido el rumor de que Taylor Swift ha escrito Argylle. O, mejor dicho, que ella es secretamente la autora de la novela en la que se basa el filme de Matthew Vaughn, identificada oficialmente como Elly Conway. Por supuesto, es mentira, pero la producción lo ha puesto notablemente fácil para que fluya la conspiranoia. Penguin Random House publicó la novela pocas semanas antes del estreno de Argylle. Antes nadie conocía la existencia de Conway, y hoy por hoy lo único que sabemos de ella es lo que pone en un perfil vago de la editorial y en una cuenta de Instagram que se limita a publicitar el fenómeno.

Dicha cuenta empezó a funcionar el 13 de diciembre de 2022, fecha que coincide con el cumpleaños de Taylor Swift. Sumando a la balanza la importante presencia en el film de un gato Scottish Fold (de la misma especie que dos de las mascotas de la artista) y algún comentario de los implicados sobre cómo Swift afectó a la película –Bryce Dallas Howard aseguró que su personaje estaba “inspirado inconscientemente en Taylor Swift”–, hallamos el terreno abonado para que la hija que Vaughn tiene con Claudia Schiffer, dueña original del gato Chips (llamado Alfie en Argylle), tuviera que preguntarle a su padre si era verdad que había trabajado con la autora de All Too Well. Y Vaughn teniendo que negarlo.

Este ruido no le ha venido nada mal a la producción de Apple, porque desde luego todo apunta a que Elly Conway no existe y el asunto se reduce a una curiosa operación de márketing. La novela de Argylle –la haya escrito quien la haya escrito, y con alguna secuela ya prevista– solo tiene la función de expandir el mundo de la película, mientras la película a su vez pretende fortalecer un universo cinematográfico centrado en el espionaje que Vaughn empezó a montar hace diez años junto a Mark Millar. Kingsman, basada en un cómic de Millar y Dave Gibbons, ha tenido una secuela y una precuela, y el plan ahora es que Argylle engrose una continuidad que culmine algún día en un gran crossover

Una situación habitual en el cine franquiciado de hoy día, pero no por ello deberíamos limitarnos a ver Kingsman y Argylle como una inercia industrial de tantas. Hay un interés genuino por explorar un imaginario y repasar el legado de la ficción de espionaje. Argylle, de hecho, bien podría ser el episodio más lúcido del proyecto hasta ahora.

Al servicio secreto de Su Majestad

En la película Argylle es un espía seductor y escultural a quien interpreta Henry Cavill, en la que supone una de las muchas vías para calibrar el caudal de inquietudes de Vaughn. Cavill protagonizó en el pasado Operación U.N.C.L.E., a cargo de un socio histórico del director de Kingsman, Guy Ritchie, que parece tener una afinidad similar por nociones como el “estilo” o la identidad británica. Ritchie y Vaughn han desarrollado en paralelo filmografías entre lo glamuroso y lo gamberro, inyectando una chulería llegada de los pubs que solían frecuentar a ficciones que a priori no parecían tener mucho que ver con estos elementos: caso de las leyendas medievales (el Rey Arturo de Ritchie) o la fantasía heroica (el Stardust de Vaughn).

No obstante, es Vaughn quien ha llevado más lejos estas coordenadas, pues ha transitado más géneros que su colega y posiblemente con mayor acierto. En particular, su vínculo con los cómics ha explotado en películas tan celebradas como X-Men: Primera generación o Kick-Ass, momento este en el que se cruzó con Millar y nació una asociación muy fructífera. Hacer Kingsman debió ser el punto clave en que Vaughn encontró un lugar donde quedarse, pues desde su estreno en 2014 se ha quedado anclado en el cine de espías, entendiéndolo de una forma específica que va mucho más allá de lo aprendido junto a Ritchie.

Para empezar, Vaughn es consciente de la filiación nacionalista del espionaje, a la estela de quien ha sido el agente secreto más popular de todos. En su ensayo James Bond contra el Dr. Brexit, Eduardo Valls Oyarzun achacaba la creación de Ian Fleming a una celebración del poderío británico, incluso en un momento histórico (marcado por la Segunda Guerra Mundial y la descolonización) donde este aparentaba haber sido sofocado. “El imperio británico no ha quedado suprimido sino reprimido, se ha convertido en ‘secreto’”. 007 manejaba un relato patriótico, en un esfuerzo no muy distinto al que realizarían Vaughn y Millar al vincular la agencia Kingsman con el Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda.

También, de forma similar a Bond, esto no conducía tanto a gestionar tensiones geopolíticas contemporáneas como a una evasión puramente pop y adolescente, que empujaba las dos primeras películas de Kingsman a la vacuidad. Vaughn se limitaba a festejar el legado británico con trajes, música licenciada y violencia impecablemente coreografiada, quedando ahogado por el camino cualquier indicio de querer además reflexionar sobre la movilidad social –como pasaba con el personaje de Taron Egerton, cuyo ascenso de los arrabales a la caballería nunca garantizaba ideas de peso–, o las deudas de esta evasión pop con la historia europea. Esto último fue subsanado en la precuela, The King’s Man: La primera misión.

The King’s Man convertía la memoria del siglo XX en un campo de juegos: un amasijo de significantes que manipular cómoda y lúdicamente para entregarse a una eficaz espectacularización en el mejor de los casos, y a una irritante banalización política en el peor. Sin ser una gran película, sí mostraba una evolución en el discurso creativo de Vaughn, capaz de trascender el simple pastiche para tejer reflexiones sobre nuestra relación con la historia. O las historias, en general, que es justo lo que nos lleva a Argylle y a descubrir tempranamente que Henry Cavill no es el protagonista de la película sino la autora fantasma, Elly Conway. Que no tiene el rostro de Taylor Swift, sino de Bryce Dallas Howard.

El regreso de los espías románticos

En la película, Elly Conway es una novelista famosa por sus libros dedicados al espía Aubrey Argylle: aventuras de espionaje que se han convertido en best-sellers. Está inmersa en el desarrollo de una cuarta parte, cuando de repente se cruza en el camino de un espía real (interpretado por Sam Rockwell) y se ve envuelta en una aventura a lo largo del mundo donde una maligna organización le persigue. De algún modo, sus libros están relatando y avanzando conflictos entre auténticas agencias de espionaje, lo que la convierte en el objetivo número 1, lo que da pie a un desfile de giros y revelaciones rocambolescas.

A primera vista, y dejando de lado todo el lío extracinematográfico sobre la identidad de Conway, el planteamiento de la película recuerda poderosamente a Tras el corazón verde (1984). Esta nos ponía en la piel de una escritora de novelas románticas, interpretada por Kathleen Turner, que de repente se veía envuelta en una peligrosa aventura junto a uno de esos galanes que protagonizaban sus novelas (Michael Douglas). Lo que la escritora había imaginado se convertía en realidad, formulando un trasvase de creadora a protagonista que, por otra parte, no tenía demasiado de emancipador. El héroe seguía siendo el hombre, y Tras el corazón verde únicamente venía a explotar una (presunta) fantasía femenina. 

No hace mucho, Tras el corazón verde tuvo una suerte de revisión a manos de La ciudad perdida, donde Turner y Douglas eran reemplazados por Sandra Bullock y Channing Tatum. Como película en sintonía con el presente, La ciudad perdida buscaba rebajar el machismo de Tras el corazón verde a base de convertir a Bullock en una mujer más escéptica y resuelta, y a Tatum en un bufón acomplejado por la virilidad del personaje secundario de Brad Pitt. Ambas películas, con sus diferencias, subordinaban la ficción novelada a los vértigos de la realidad, fijando la literatura como antesala de algo más grande y épico. Una dialéctica entre lo que es verdad y lo que no, por así decirlo, que a Vaughn nunca le ha quitado el sueño.

De ahí que Argylle, por muchos argumentos similares que haya habido antes, se antoje tan fresca. La película posee el mismo talante manierista de trabajos previos de Vaughn en cuanto a la presentación de personajes sin matiz alguno, entregados al arquetipo –caso de ese Henry Cavill que solo aparece en las ensoñaciones de Elly Conway, o de la tan publicitada presencia de Dua Lipa–, y sobre todo en cuanto a las escenas de acción. Todas ellas estupendas, con un uso ejemplar del montaje y el movimiento de los intérpretes, y siempre acompañadas por alguna canción que Vaughn haya elegido caprichosamente.

En este caso, sin embargo, Argylle ha disminuido la violencia explícita, y no hay afán alguno de provocación en su caligrafía. Quedan atrás los tiempos de la célebre secuencia en la iglesia de Kingsman, porque en este caso el director de Kick-Ass ha preferido ajustarse a una propuesta que, a la estela de Tras el corazón verde, es ante todo y militantemente romántica. También reflexiva, claro: alrededor de Elly Conway –que nos permite disfrutar de un gato omnipresente en su mochila, y de una Howard que ojalá tuviera más papeles cómicos– se tejen múltiples ambivalencias sobre la articulación de la ficción y nuestra entrega voluntariosa a un régimen que difumina sus fronteras frente a lo entendido como real. 

Pero son ambivalencias resueltas primero por el romance –hay un tiroteo concebido como un baile cariñoso entre nubes de colores que es de lo más inspirado que Vaughn ha hecho jamás–, y después por la ficción que solo responde ante la ficción misma. Porque Argylle es mucho menos meta de lo que parece: su preocupación primordial son las tramas enrevesadas de espionaje de toda la vida. Y por eso, eligiendo este terreno de juego, también resulta ser la película de Vaughn donde más claramente se divisa algo parecido a un corazón. 

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