A Guy Ritchie, autor de RocknRolla o Sherlock Holmes, le ha salido un filme vulgar en más de un sentido. En parte, se trata de algo previsto: convierte al protagonista de Rey Arturo: la leyenda de Excalibur en un matón procedente de esos barrios que, desde las alturas de la pirámide social, se suelen denominar como los bajos fondos. También lo convierte en protagonista de una película de orígenes de un superhéroe, otro más dentro de un nicho de mercado que comienza a parecer saturado.
Ese rey Arturo superheroico que habla en dialecto cockney estaba en el guión. Quizá no estaba tan previsto que las escenas con mínimas pausas acaben pareciendo islotes de tedio que generan arritmias. Cualquier momento de descanso parece incrustado a contrapelo en un filme que, por lo general, cabalga a ritmo de tráiler taquicárdico.
Esta dinámica de aceleraciones y desaceleraciones puede generar una sensación de rutina ante unos espectadores excesivamente estimulados por un torrente de vistosas imágenes digitales. El recurso al troceamiento constante tampoco ayuda a presentar a los diversos personajes de una narración relativamente coral.
Esta carísima producción (175 millones de dólares) había nacido como punto de partida de seis películas sobre la mitología artúrica. Según The Guardian, podría recabar unas pérdidas de 150 millones de dólares. Así que probablemente no veremos más que los orígenes de este universo de magia y monstruos gigantes que no acaba de encontrar un camino concreto.
Sus responsables picotean entre la ficción picaresca de matones heroicos y el intento épico, y le suman escenas intermitentes de un Shakespeare palaciego y fantasmagórico (¿Macbeth?). Al final, en un giro irónico, quizá lo más espectacular entre tantos grandes paisajes fantásticos sea una escena de peleas y correrías en calles angostas.
Provocaciones inofensivas
Ante el fracaso de Rey Arturo: la leyenda de Excalibur como espectáculo épico (periodistas e internautas apelaron rápidamente al meme del “epic fail”), solo quedaba la carta Ritchie: la narración posmoderna con pose de antiguo enfant terrible. Una cierta provocación adolescente que, a la manera de Deadpool, provoca con el viento a favor. Su talante inofensivo quizá es aún más evidente que el mostrado por el filme de Tim Miller, que al menos incluía algún guiño (afortunado o desafortunado) al mundo queer.
En cambio, difícilmente puede detectarse nada transgresor en esta remitificación, más que desmitificación, del material artúrico. De hecho, sus autores parecen poner en común la mitología dinástica con otro mito muy moderno y muy en boga: el de la meritocracia liberal. Ese que dice que los más trabajadores acaban ganándose un buen lugar en la sociedad, sin que las desigualdades estructurales produzcan distorsiones.
Porque tenemos a un heredero huérfano que, a pesar de perderlo todo en un abandono forzado durante su infancia, se abre paso en una barriada hasta convertirse en un emprendedor proxeneta. Este último punto tampoco parece demasiado subversivo. Al fin y al cabo, la derecha liberal toma distancias con sus antecesores conservadores para avalar el negocio con los cuerpos.
Cuando el protagonista recupera su memoria familiar, cuando empuña esa espada de Excalibur que solo pueden empuñar los escogidos, deviene un superhéroe y un aristócrata que goza de experiencia en la administración de empresas privadas. El protagonista demuestra su habilidad de hombre común, pero acaba desplegando unas capacidades reservadas únicamente a la élite, entre profecías deterministas (“el legítimo heredero vendrá, es inevitable”) y alianzas entre clases (un grupo de insurrectos quiere sustituir al cruel rey Vortigern por Arturo, sin cuestionar la monarquía).
Quizá la meritocracia exista, pero el mejor individuo es el que acumula méritos y también linaje. Porque algunos destinos solo están reservados para unos pocos. Como masacrar a decenas de individuos en unos segundos, al más puro estilo de la amazona enfurecida de Wonder Woman.
Soberanismo británico para las pantallas globales
En su desenlace, el filme también apela al patriotismo de una manera ambigua, muy propia de unos grandes estudios que presumen de enviar mensajes contradictorios para agradar a audiencias diversas. Kevin Feige, presidente de Marvel Studios, se enorgulleció de que tanto republicanos como demócratas considerasen a Iron Man uno de los suyos.
En esta línea de nadar y guardar la ropa, la película puede agradar tanto a un aislacionista partidario del Brexit como al que quiera mantenerse dentro de la Unión Europea, pero reconsiderando los vínculos mutuos desde una cierta posición de fuerza y orgullo nacional.
En un momento del filme, el malvado monarca Vortigern hace un pacto terrible con un enviado vikingo: miles de niños a cambio de un acuerdo comercial. La situación admite una lectura metafórica sobre esas relaciones con la UE que, dicen, hipotecan el futuro del Reino Unido. La respuesta del nuevo rey combina la rudeza (“puedes arrodillarte ante Inglaterra o descenderé de este trono y puedes tratar conmigo como el hombre al que conociste previamente”) con la diplomacia business-friendly (“¿por qué tener enemigos si puedes tener amigos?”).
En la primera decisión de gobierno que vemos, Arturo aparece como una especie de Donald Trump visto desde el prisma más positivo posible. Es un monarca con maneras de macho alfa, desafiante, dispuesto a romper acuerdos que considera injustos. Y que, al menos en apariencia, se muestra renuente a tomar esas “decisiones difíciles” que tanto gustan en la Europa más amante de los sacrificios.
Se trata de esa mano dura con el fuerte que los más optimistas han querido ver en el actual presidente estadounidense. Se incluyen, además, apelaciones a una patria fuerte y mensajes sobre la unión entre los de arriba y los de abajo, sin que se vislumbre ningún conflicto de intereses. A Donald le encantará: una fantasía elitista con barniz popular.