Parece mentira que ya hayan pasado tres años del fenómeno de El hijo de Saúl, una de las películas más impactantes del cine europeo reciente. Con ella, el cineasta húngaro László Nemes nos metía de cabeza en el infierno del campo de concentración de Auschwitz de una forma que jamás habíamos experimentado. Con una cámara que seguía al protagonista tan de cerca que era difícil no vivir el horror a flor de piel.
Nemes se coló entonces en la Sección Oficial a competición del Festival de Cannes con su primer largometraje, algo insólito, haciéndose con el Gran Premio del Jurado y el Premio FIPRESCI. Y de ahí arrancó una carrera fulgurante llevándose por delante el Globo de Oro, el BAFTA y, finalmente, el Oscar a Mejor película de habla no inglesa por El hijo de Saúl. Una película que Claude Lanzmann describió como la antítesis de La Lista de Schindler -que precisamente vuelve ahora a los cines españoles por su 25 aniversario-. Así que la expectación por su nueva película era, hasta cierto punto, esperable.
Ahora, el director vuelve con un film que retrata los últimos días del Imperio austrohúngaro antes de la Primera Guerra Mundial. Vuelve a acercar la cámara a su protagonista, a intentar borrar la fina línea que separa al espectador de la pantalla. Envolviendo toda la película de un halo de confusión tan tenso como intrigante.
Vivir y sentir el caos
Nemes nos hace viajar esta vez hasta el Budapest de 1913. Allí conocemos a Irisz Leiter, una joven que ha pasado su infancia en un orfanato tras haber perdido a sus padres en un incendio. Ahora quiere volver a la ciudad en la que nació. Quiere conocer sus raíces, pues sus padres habían sido una de las familias más respetadas de la aristocracia de la capital de Hungría.
Un día se presenta en la antigua tienda de sombreros de sus padres para pedir trabajo, pero el nuevo propietario del negocio la rechaza a pesar de su talento. Pronto se enterará de la verdadera razón: en la ciudad vive escondido un hermano que nunca supo que tenía, a quien persigue la ley por su vinculación con un atentado.
A partir de este misterio, Nemes nos guía por una ciudad fantasma en franca decadencia moral y política. Sin separarnos ni un metro de Irisz ni de sus dudas, la seguimos por las calles, ríos y cabarets en las que se suceden las revueltas y levantamientos. Se fragua una revolución mientras la joven quiere encontrar a su hermano.
Allá donde la cámara de El hijo de Saúl nos metía de lleno en un campo de concentración, esta vez el dispositivo formal sigue los mismos supuestos estéticos pero en un ambiente que -engañosamente- no percibimos como tan hostil. No estamos en una cámara de gas sino en una ciudad que jamás llegamos a ver en todo el esplendor que se le suponía. La vemos mediada por la niebla, por la mirada de su protagonista.
La percepción de esta hostilidad que, en su primera película, se transmitía de una forma directa -afectando al ritmo cardíaco del espectador-, esta vez llega con maneras más dadas al espectáculo pero igual de espeluznantes. El Imperio Austrohúngaro, un año antes de la I Guerra Mundial, vivía una inestabilidad creciente que enfrentaba a una minoría noble y centralista con múltiples grupos separatistas checos, polacos, rumanos e italianos entre otros. No en vano, hoy el territorio que antes ocupaba aquel estado suma trece países distintos e independientes. Así que Budapest, en este sentido, era un polvorín enorme a punto de estallar.
Sin embargo, su propuesta de inmersión no se asemeja a lo que viviríamos en un Shoot 'em up jugado en primera persona. Ya no se trata, solamente, de sobrevivir al horror que nos rodea -como ocurría en su oscarizada película anterior-, sino de descubrirse a uno mismo en el desconcierto.
Anatomía del desconcierto
La propuesta de Atardecer, de tan avasalladora, corre un riesgo que no se hallaba en El hijo de Saúl: es más fácil empatizar con el miedo que con la turbación. Por eso, también resulta más sencillo conectar con el drama de un prisionero judío en Auschwitz, que con el de una sombrerera que no sabe quién es -interpretada por una excelente Juli Jakab-.
Por momentos no tenemos ni idea de dónde está ni qué hace Irisz. Tampoco hacia dónde se dirige, cuál es su objetivo o qué la empuja a tomar determinadas decisiones. Pero cabe preguntarse si el propio personaje lo sabe. Por que si no es así, estamos ante un impresionante retrato de la confusión emocional. Por eso, aunque resulte menos sorprendente, Atardecer se nos antoja más audaz que su precedesora.
Sentirla parece siempre más importante que intentar aprehender todas las lecturas políticas y sociales que implica la nueva película de Nemes. Y conectar con el estado emocional de su protagonista, esencial para asimilar el viaje interior que realiza. Uno que empieza en la búsqueda de las propias raíces y termina con la certeza de que comprenderse a uno mismo resulta infinitamente más complejo que asimilar las implicaciones de un apellido.
En este desarrollo interior, el paisaje exterior se nos muestra radicalmente difuminado, pues aunque el signo de los tiempos es esencial para la historia de Atardecer, es el eco que estos tienen en una joven sombrerera, lo realmente interesante.
Una propuesta sensorial
Inmersión, decíamos antes, que lejos de limitarse a acercar la cámara a sus actores, se vuelve más palpable y viva según avanza la trama. Atardecer nace como un thriller con un macguffin en forma de hermano perdido, pero crece como una propuesta ligada a lo experiencial, desatada de convenciones y géneros, sobre lo que acontece justo antes de que todo estalle.
En este sentido, el trabajo de László Nemes ha ganado en complejidad y recursos en estos tres años. Aunque su estilo ya resulte del todo reconocible, ahora la cámara suele respirar más para captar algo del entorno. Y los infinitos planos secuencia -recurso tan odiado como amado- de El hijo de Saúl, dejan paso al juego con un montaje dispuesto para incomodar al espectador. Para provocarle perplejidad, un sentimiento que a veces precede al desastre. A esto se suma un diseño de sonido que este año sólo puede compararse al de Roma, en la minuciosidad y profusión de elementos que tornan vívido lo que rodea a cada personaje.
Atardecer propone un impresionante ejercicio de memoria histórica que nos sitúa a las puertas de la Primera Guerra Mundial. Pero para hacerlo, prefiere no recurrir a ambientaciones fastuosas, sino vivir con su protagonista la progresiva oscuridad moral que creció en los corazones de quienes iniciaron la contienda. Antes de caer una larga noche que duraría cuatro y dejaría al mundo entero bañado en sangre.