Decía el psiquiatra, escritor y traductor Rafael Llopis, uno de nuestros pioneros en el estudio de la literatura de terror, que el cuento de miedo empieza por el cadáver. Así lo hace en su tercera película el noruego André Øvredal, al que descubrimos en 2010 con aquella divertida Trollhunter -que no tenía nada que ver son la serie de Guillermo del Toro- y que con La autopsia de Jane Doe se certifica como una de las voces más aplicadas y estimulantes del cine de terror contemporáneo.
Nuestros terrores favoritos
Los miedos del siglo XXI son de un materialista que, valga la redundancia, asustan. Hoy la amenaza real, tan específica como imprevisible, apela sin subtextos a las crisis sistémicas y de seguridad internacional, el sindiós geopolítico, los riesgos del monoteísmo tecnológico y la inestabilidad de la propiedad privada.
Es en esas grietas donde han enraizado subgéneros del cine de terror (que en sus inercias suele ofrecer uno de los reflejos más atinados de la sociedad de su tiempo) como el de la home invasion o el torture porn, amén de un sinfín de producciones más o menos afortunadas que desde hace muchos años vienen explorando el territorio, todavía inescrutable en sus consecuencias, de lo virtual, que al fin y al cabo vendría a ser el Más Allá en tiempo real del hombre moderno y cartesiano.
Pero el hombre sigue siendo el mismo animal y necesita cuentos puros y fantásticos. Así, para paliar la monotonía que lo acechaba, el terror ha empezado a posarse, como en otras épocas de su historia, sobre presupuestos clásicos, confortables y tradicionales.
Es el caso de esta película que transcurre empapando su premisa racionalista de parafernalia macabra y que finalmente posee una de las mayores virtudes de las que puede hacer gala una historia de terror: que un niño podría contársela a sus compañeros a la hora del recreo y no perdería musculatura. Por eso mismo podemos contar poco.
Esa sensación
André Øvredal juega con modales disciplinarios las tres unidades clásicas de tiempo, lugar y acción: una noche de tormenta, un depósito de cadáveres en una zona rural de Virginia y el procecimiento forense sobre el cadáver de una joven sin identificar.
Si el primer mérito de la película es esa concreción de corte clásico, el segundo es la atmósfera que logra condensar en su atención a los elementos. La autopsia de Jane Doe es una genuina tale from the crypt (historia desde la cripta) narrada con las herramientas del mejor Maupassant, un relato que rezuma amor por la ingeniería del miedo en sus puertas que rezongan, en el fluctuar de la radio nocturna, en el misterio creciente y en una precisa dirección de arte que imprime acervo y tradición. ¡Hay hasta un proveedor de cuerpos llamado Burke!
Salpicada de elegante horror gráfico en la parte procedimental que le da título, La autopsia de Jane Doe nos mantiene en un estado de tensión sostenida hasta un último tercio algo rendido a la pirotecnia que exigen las narraciones actuales, pero al que sabe llegar sin rastro de fatiga. Una vez allí, Øvredal resuelve con estatura y raza de serie B, trazando esa línea de fuerza que define el terror como un lugar entre lo posible y lo probable, la ciencia y la superstición, la realidad y… lo otro.
Vamos a tener que dejarlo aquí porque el primer impulso después de ver esta película es correr a narrarla, compartir con regocijo esa emoción tan cara y preciosa del escalofrío perdurable. El mejor consejo es que apaguen la máquina, saquen entradas para la sesión de noche antes de que nadie se la cuente y disfruten ese “agradable estremecimiento de terror sobrenatural” que Walter Scott solicitaba al buen relato de miedo.