La blanca Subur, la perla del Garraf, el templete de la costa dorada y un imaginativo etcétera. Siempre es entretenido leer a los gacetilleros componiéndoselas para no repetir el topónimo de Sitges treinta veces en sus crónicas de este festival, que tras medio siglo y un lustro de historia nos tiene muy hechos a la repetición, al derroche, al estar muy contentos de volver aquí.
La quincuagésimo quinta edición, que es la 55 en ordinales, se inauguró el jueves con Venus, una nueva propuesta de Jaume Balagueró, ahora bajo el padrinazgo de Álex de la Iglesia, poblada de personajes temibles a la caza de una arrolladora Ester Expósito que ha sustraído un fardo de rulas del local donde se emplea como bailarina de estriptis. La película, lúdica y veleidosa en los tonos, mantiene el tipo para finalmente embocarse al terror frontal y disfrutón, en un tercio donde el director catalán recobra los trastos que hicieron de él primera espada y figura del género, en este mismo entorno mediterráneo, hace casi treinta años.
Las películas de Balagueró están siempre protagonizadas por mujeres de las que antes llamábamos scream queens, un tropo del cine de miedo que responde a la máxima de Dario Argento, otro de los invitados a este festival, que asegura que siempre va a ser más estimulante ver a una dama en apuros que a un señor bajito que no encuentra las llaves. Hoy esto se lee como empoderamiento, pero gracias a dios o al diablo se sigue cifrando como lo que es: querencia estética, erotismo, pulsión de muerte, ansia de vivir. Es todo lo mismo. El cine de terror va de eso.
En los últimos años es también una obsesión la presencia femenina tras las cámaras, ocurre en este y en todos los festivales, que enarbolan el censo como cuestión meritoria en una actitud delirante pero que tampoco tiene que preocuparnos, ya que las mujeres son tan capaces como los hombres de hacer películas mediocres. En cualquier caso, las veremos todas, y nos dará igual si la dirige una mujer o si la dirigen tres.
Un 'mystique' determinado
Se da estos días otra paradoja, y es que el público del festival, al que presuponemos cinefilia y saber estar o al menos saber estar aquí, no suele quedarse a leer el rollo de créditos de las películas porque las dimensiones de la programación, que ofrece más de doscientos títulos, no lo permite, y le requiere ir zumbando de una sala a otra en un voluntarioso calvario que tiene algo de safari, de lotería y de acaso.
La sección Noves Visions, donde se congregan las voces más audaces del festival, va entregando sus primeras anomalías, algunas tan singulares como La montagne, cine francés despacito (género en sí mismo que o se toma o se declina) sobre un parisién que busca su lugar en la cumbre de manera literal, procediendo a una rendición deliberada al orden natural. Y hasta aquí vamos a leer.
La película se antoja, por elementos, como una especie de Vinieron de dentro de… telúrico y comedido, o como la versión académica de Picnic en Hanging Rock, la mesmérica película que Peter Weir rodó sobre la excelente, gotiquísima y, esta vez sí, verdaderamente femenina, novela de Joan Lindsay, que el lunes próximo a primera hora de la mañana, por cierto, se verá recuperada en Sitges como un sueño diurno y retrospectivo.
Lo mejor de los festivales es que las películas están nuevas, inmaculadas, todavía no han sido profanadas por los corresponsales y se pueden ver sin conocerles más que el título, ofreciéndonos a ellas como cervatillos dispuestos a ser degollados
Luis Tinoco presentaba también ayer su opera prima, La paradoja de Antares, un relato de encierro sobre la fe y la codicia existencial que se pregunta si hay vida en otros planetas y, ya de paso, si la que hay en este nos la merecemos. En su anhelo por darse al espectador resulta algo prolija en el piano y los violines (lo que es lo sentimental), pero transcurre aplicada y muy absorbente como ciencia ficción procedimental, minuciosa y capaz de sacarle un partido excelente a su naturaleza pitusa y del todo independiente.
Que te coma el tigre
Lo mejor de los festivales es que las películas están nuevas, inmaculadas, todavía no han sido profanadas por los corresponsales y se pueden ver sin conocerles más que el título, ofreciéndonos a ellas como cervatillos dispuestos a ser degollados.
En la sección oficial, Carlos Vermut presentaba este viernes Mantícora, su cuarto largometraje y quizás el más ortodoxo en lo formal, pero también el que resultará más delicado a los espectadores, a los que trata de poner en conflicto.
La película, límpida en el misterio y conmovedora de cabo a rabo, está atravesada por un rumor subterráneo desasosegante mientras en la superficie se suceden una construcción espectacular de Nacho Sánchez, al que Zoe Stein asiste a la altura, un puñado de citas gozosas para las almas afines (Goya, Topor, Go Nagai) y un cariño enorme por Madrid (es necesario retratar las ciudades, es tarea importantísima del cine pasearlas y fotografiarlas como aquí hace Alana Mejía González). Y lo que sobre el papel es un sencillo y hermoso romance postadolescente, con todo el tormento y la verdad que eso conlleva, se crece en pantalla para hablar de las contraindicaciones del deseo y enunciar un recado cortés pero tajante sobre la libertad inmanente, consustancial y legítima que atañe a nuestras fantasías y su imaginario.
Esa es, al fin y al cabo, una de las primeras preocupaciones del cine fantástico y de terror, la jurisdicción del cine donde el cine manifiesta sus más elevadas poéticas.