Existe un sonido inconfundible que de vez en cuando se oye en una sala de cine: el de los kleenex saliendo de los bolsillos para controlar el lloro —y hasta el moqueo— provocado por la película. Pasa poco. Tiene que coincidir que sea un filme que no solo emociona a unos cuantos, sino que lleve a los espectadores a una experiencia común casi catártica en la que las lágrimas son la forma de sacar todo y los pañuelos la única de controlarla. Ese sonido se escuchó en el pase de prensa de Desconocidos en la Seminci.
A la salida del pase, las caras eran inconfundibles. Haigh había tocado muy dentro. El público y los periodistas sucumbieron a la hermosa y triste historia de amor y duelo que ha creado el cineasta Andrew Haigh, que ya compitió en Seminci con 45 años. El director parte de una premisa brillante y bella que coge del libro del japonés Taichi Yamada del mismo nombre. Desconocidos plantea la historia de un escritor gay que acude a casa de sus padres, que fallecieron cuando tenía 12 años, para buscar la inspiración, y allí descubre que no solo la casa se mantiene intacta, sino que sus padres están dentro de ella tal como les recuerda.
Una especie de viaje en el tiempo o ensoñación —que recuerda en la simple y elegante forma de plantearlo a la de Petite Maman, de Celine Sciamma, que rompía con la tecnología masculina que suele ir asociada a los viajes en el tiempo— con la que Andrew Haigh construye el motor dramático de su película. Esos viajes al pasado conseguirán que el protagonista pueda decirles todo lo que no les contó. Entre todas esas cosas está su homosexualidad. Ahí salen esas frases que los padres dicen y que pueden traumatizar a un niño. Los chistes de ‘mariquitas’, las frases homófobas, los abrazos que nunca se dieron y las palabras que no se dijeron. Un ajuste de cuentas que no nace del rencor, sino de la posibilidad de arreglar los asuntos pendientes con el pasado de forma sutil para así poder avanzar.
A la ingeniosa idea central, Haigh añade una historia de amor para el recuerdo. La que protagonizan sus dos brillantes protagonistas, Andrew Scott y Paul Mescal. El 'cura sexy' de la serie Fleabag está inmenso como el escritor que no supera el duelo. Muestra su fragilidad, sus dudas y su estado mental sin aspavientos. A su lado, Mescal vuelve a demostrar que es uno de los mejores actores del momento y nos vuelve a romper el corazón por segundo año consecutivo tras Aftersun. Mescal es un actor que se transforma, que va a poder hacer de guerrero romano en la secuela de Gladiator, pero que aquí consigue mostrar toda la ternura de un personaje misterioso y siempre a punto de romperse.
La química de ambos actores es explosiva. Cómo se hablan, cómo se miran y, sobre todo, cómo se tocan. Andrew Haigh, como mostró en su ópera prima, Weekend, es un maestro en la construcción de escenas de sexo queer. Aquí lo vuelve a hacer. Las escenas íntimas son importantes narrativamente para entender cómo evoluciona la relación de ambos personajes, y Haigh consigue que sean tan bellas como eróticas sin caer en el voyeurismo o en un homoerotismo vacío, sino captando a la perfección las chispas entre dos cuerpos cuando se desean.
Al dúo protagonista hay que sumar el trabajo inmenso de sus dos secundarios, destacando el que hace Claire Foy (la reina Isabel de las primeras temporadas de The Crown) como la madre del personaje principal. En sus ojos está el paso del prejuicio y la incomprensión a la aceptación. Sus ojos brillan cuando mira a Andrew Scott desprendiendo un amor maternal sin necesidad de frases impostadas. Es hermoso, además, que el papel del padre sea para Jamie Bell, que hace 23 años interpretó a otro niño al que las miradas censoras no querían dejar que fuera como realmente es, Billy Elliot.
Desconocidos no es solo una historia de amor. El brillante guion de Andrew Haigh toma decisiones interesantes como la de colocar a los dos protagonistas en un rascacielos a las afueras de Londres para hablar de la incomunicación de las grandes ciudades, para subrayar la soledad de los protagonistas y dar importancia a las conversaciones que tienen en donde se plantean debates sobre cómo ha evolucionado el colectivo LGTB en estos años (Scott y Mescal son de diferentes generaciones). Lo hacen discutiendo sobre el uso de la palabra queer o gay o sobre cómo aceptaron los progenitores de ambos su homosexualidad. Más cuestionable es el último giro narrativo del filme, que está a punto de desbaratar todo lo logrado antes. Un giro excesivamente trágico y hasta cruel que soluciona gracias, de nuevo, al recurso fantástico.
La Seminci ha sido el punto de salida para el filme, pero puede que estemos ante uno de esos títulos a priori más pequeños que acabe colándose en la temporada de premios y finalmente en los Oscar. Las críticas favorables desde su presentación en el Festival de Toronto han sido unánimes, y los primeros galardones de la temporada, los Gotham Awards, ya se han acordado de ella en tres categorías. Sería un justo reconocimiento para una de las historias de amor más hermosas de los últimos años.