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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El último tango de Bertolucci: luces y sombras del maestro de izquierdas del cine italiano

“Durante mucho tiempo, me he enfrentado a cada plano como si fuera el último, como si alguien fuera a llevarse mi cámara justo después de haber acabado de rodar con ella”, contaba Bernardo Bertolucci en Lecciones de Cine de Laurent Tirard. “Tenía la sensación de que estaba robando cada plano y, en ese estado mental, resulta imposible pensar en términos de 'gramática', ni siguiera de 'lógica'. Incluso ahora, no preparo nada con antelación”.

Así lo hizo cuando rodó la devastadora mirada de Jean-Louis Trintignant en el final de El conformista. O el juicio del pueblo ajustando cuentas con Robert De Niro en Novecento. O el grotesco desfile de El último emperador. También la bañera compartida por Michael Pitt, Eva Green y Louis Garrel en Soñadores. Y sí, también una de las escenas más polémicas de la historia del cine: la agresión sexual de Marlon Brando, Maria Schneider y la mantequilla.

Bertolucci se reveló en los sesenta y setenta como una de las nuevas voces del cine italiano más rompedor y comprometido junto con Carmelo Bene y Francesco Rosi. Sin embargo, su influencia superaría a los cineastas de su generación, tras reafirmar su personal poesía visual con películas como Partner, La estrategia de la araña y El conformista. Entonces saltó al panorama internacional con El último tango en París, significándose como un realizador de talla mundial que rodaría algunas de las películas más importantes de las últimas décadas del siglo XX como Novecento o El último emperador. Este lunes fallecía a los 77 años. Repasamos las luces y sombras de uno de los directores más polémicos del cine contemporáneo.

Un inconformista a la sombra de Pasolini

Bernardo Bertolucci nació en Parma bajo el amparo artístico de su padre, el poeta Attilio Bertolucci. Consciente, como lo definiría Román Gubern en Historia del cine, de ser un “joven burgués inconformista”, estudió en Roma donde empezó a coquetear con la poesía. A los veinte años y tras haber trasteado con cámaras de 16mm con su hermano Giuseppe, conoció a Pier Paolo Pasolini.

El director de Teorema y Saló, o los 120 días de Sodoma le ofreció ser su asistente de dirección, a lo que el joven contestó que nunca había sido tal cosa. “Yo tampoco he sido director, así que nos estrenamos ambos”, diría Pasolini. Así se iniciaría en el cine Bertolucci: a la sombra de lo que sería un titán del cine italiano, y uno de los cineastas más controvertidos de la historia. De él aprendió el oficio y de ahí que muchos hayan considerado a Bertolucci el hijo cinéfilo de Pasolini.

“Pasolini me parece uno de los creadores más importantes del siglo XX”, cuenta a eldiario.es Alejandro G. Calvo, director de Sensacine. “Bertolucci era veinte años más joven y, aunque compartía inquietudes políticas y estéticas con el maestro de Bologna, su obra tendía a acomodarse de una forma que en Pasolini era impensable”, explica. “Pasolini era radical a todos los niveles. Bertolucci era inevitablemente más burgués y buscaba un refinamiento en su mirada”, opina el periodista cinematográfico.

“Bertolucci es heredero de Pasolini en su desvergüenza en mostrar el sexo, pero sobre todo políticamente. Su cine, quizá hasta El Último Emperador, era el cine de 'prestigio' del Partido Comunista Italiano. Novecento, en ese sentido, es una película militante”, cuenta Julio Tovar, periodista cultural e historiador colaborador de Jot Down, Canino y ABC.

“Pasolini usa el cine como denuncia social, más bien de pico y pala. Bertolucci hará de este un arte mayor, pintando un gran cuadro de la sociedad italiana y de su particular historia”, comenta Patricia Castro, economista, socióloga, escritora y youtuber. Un cine, eso sí “con trazas de su mentor, como es el gusto por los actor no-profesionales, el realismo, la lucha de clases y el marxismo. Bertolucci le da poesía a la herramienta que para Pasolini era el cine”, opina.

De aquel estilo y de aquella tendencia política surgiría La cosecha estéril, la Opera Prima de Bertolucci que marcaría el tono de una mirada lírica que seguiría investigando en Antes de la revolución y Partner. “Por un lado rompía los postulados del neorrealismo italiano y por otro se lanzaba a hacer un cine impresionista donde lo psicológico vertebraba las imágenes más que el propio argumento en sí mismo”, reflexiona Alejandro G. Calvo. “Es algo a lo que tuvieron que enfrentarse todos los cineastas post-nouvelle vauge: cómo ir más allá de la modernidad, tanto a niveles estéticos como socio-políticos”, cuenta.

Para Julio Tovar, el punto y final a la primera etapa de Bertolucci lo pondría El Conformista: “Es un clásico visual, gracias a la fotografía de Vittorio Storaro”, cuenta. “Con su punto entre tenebrista y suntuoso, es una película que copian todos los cineastas de los 70 que utilizan el color como herramienta expresiva- fundamental en Darío Argento, que usó a Storaro también-. Además, El Conformista muestra excelentemente aquello tan marxista del 'fascismo cotidiano': el que mira a otro lado y que, por cierto, puede ser visto como algo muy actual…”, opina el periodista e historiador.

Un tango aún sin terminar

Dos años después de aquella película protagonizada por Jean-Louis Trintignant, llegaría la verdadera revolución: El último tango en París. La tortuosa historia de un norteamericano -un Marlon Brando de 48 años- y una joven muchacha parisina -interpretada por Maria Schneider, que tenía 18 años entonces- que se encuentran en un piso vacío de París y viven una compleja relación sexual.

La película se estrenó en 1972 y la fuerza de sus escenas eróticas, así como el brutal tratamiento de estas la convirtieron en un fenómeno en los cines europeos. En España, sin embargo, no llegaría hasta finales de 1977, tras la muerte de Franco. Pero para entonces muchos la habían visto ya.

En el 73, los periódicos franceses empezaron a hacerse eco de un fenómeno migratorio particular: centenares de españoles cruzaron la frontera entre los meses de enero y junio de aquel año para ir hasta la localidad fronteriza de Perpignan. Allí nada menos que ciento diez mil personas habían visto El último tango en París a salvo, por pocos kilómetros, de la censura franquista.

El último tango fue casi un 'film-emblema' de peregrinaje a Francia, como también ocurrió con El imperio de los sentidos [Nagisa Oshima, 1976] o Emmanuelle [Just Jaeckin, 1974], todo ello muy divertidamente retratado en Lo verde empieza en los Pirineos [Vicente Escrivá, 1973]”, cuenta Alejandro G. Calvo. “Pero el alcance de El último tango va mucho más allá de la idiosincrasia de un país sin libertad para poder elegir lo que quiere -o no- ver. Y es que más allá del cortauñas y la mantequilla El último tango es una gran película, tan imponente en el retrato de las relaciones familiares como de la tormenta del deseo sexual. Además se mueve en unos códigos que alcanzan tanto al gran público como al especializado, al menos en 1972”, describe.

El Último tango en París maravilló a la inteligentsia neoyorkina, especialmente a Pauline Kael, y redefinió las relaciones sentimentales antes que La mamá y la puta de Jean Eustache en 1973”, describe Julio Tovar. Su influencia, de hecho, marcó el panorama cultural español del momento: “La película fue consustancial para la generación bohemia literaria de los setenta, que construyó su imaginario en esas escenas y justificó muchos abusos posteriores con esa mitología. La relación Francisco Umbral -gran visir de esta película en España-, y la poetisa Blanca Andreu fue parecida a la que se muestra en la película”, cuenta Tovar.

La película “es una de esas que pasan a la historia del cine, aunque en los últimos tiempos hayamos sabido la verdad detrás de alguna escena y nos resulte un poco indigesto su visionado”, explica Patricia Castro. “Es grande a distintos niveles: la búsqueda de una redención imposible de un hombre que se siente marioneta en el decorado de otros y que no duda en utilizar a esa otra marioneta que es el personaje de Maria Schneider. Las escenas sexuales sugieren más que mostrar, aunque ya sepamos la tortura de la pobre actriz para recrearlas”, describe.

En aquella película, el personaje de Marlon Brando violaba al de Maria Schneider en una escena en la que él utilizaba mantequilla como lubricante. Una de las escenas más perturbadoras del cine comteporáneo y, como supimos en 2013, una secuencia rodada sin el pleno consentimiento de la joven. “Quería la reacción de una chica, no de una actriz”, dijo Bernardo Bertolucci en una entrevista de 2013 en la Cinemateca francesa para justificar por qué tanto él como Marlon Brando engañaron a Scheneider para rodar la famosa escena. Ambos pactaron no contarle lo que sucedería: “No quería que Maria fingiese la humillación, quería que la sintiera. Los gritos, el ‘¡no, no!’. Después me odiaría toda su vida”, confesaba entonces el italiano. Años después, en 2016, el director matizaría que Schneider estaba al tanto de la naturaleza de la escena y que lo único que desconocía era el uso de la mantequilla. Que -casi- todo estaba en el guión.

“No hay excusa para un comportamiento execrable, no importa el resultado artístico”, dice Alejandro G. Calvo. “El epílogo de Schneider, su autodestrucción personal debió rondar la cabeza del viejo director italiano los últimos años de su vida”, dice Julio Tovar. Un hecho que “no solo empaña su carrera sino que inaugura esa especie de genealogía de la cosificación que conforma casi todo su cine. Las mujeres en esta casi siempre son agentes del deseo masculino, apenas hay personajes poderosos o chicas que dirijan la acción -a excepción de Novecento-”, describe.

“Forzar a una actriz para grabar su reacción es un asunto muy macabro. Cuando se rueda una escena de un crimen no hay ningún asesinato real para provocar la reacción de los actores”, explica Patricia Castro. “Parte del arte de la actuación es ese saber interpretar, ese desdoblamiento de la persona pudiéndose convertir en muchas otras interpretadas en esa ficción que es el cine y que imita a la vida”, cuenta. “Así que partiendo de ese eterno juego de máscaras entre lo real y lo fingido, esa escena de El último tango en París pierde grandiosidad justamente por ser real y despreciable desde mi posición feminista, al ser tratada la actriz como una cosa, como un medio para los fines del director”, opina la youtuber.

Uno de los padres del cine comprometido actual

Tras el polémico film, Bertolucci se consagró durante la parte de su vida por todos conocida. Estrenó películas como Novecento o El último Emperador -que ganó nueve Oscars en 1987-. Y tras intentar retratar en sus films los acontecimientos más relevantes del siglo XX, a las puertas del nuevo milenio, su cine volvió a cambiar: con Belleza Robada empezaría a mirar hacia las voluntades de una juventud que a él ya le quedaba lejos. La seguirían Soñadores y Tú y yo, la última película del realizador.

“Es inevitable abrazar la melancolía a medida que creces. Y, de la misma forma, te surge un imperativo sobre apretar a los jóvenes para que no cometan los mismos errores que la gente de tu generación”, reflexiona G. Calvo. “A mí no me interesa mucho la obra moderna de Bertolucci pero, desde luego, es de los cineastas que más derecho tienen a hablarnos de ello, porque ellos lo vivieron en sus propias carnes. Además hay un punto de desprejuicio moral en esas obras que puede hacerlas simpáticas”, describe el director de Sensacine.

“Son más bien idealizaciones de su pasado, muy torpes a veces como en el caso de Soñadores, que es soft porn sin el intimismo de Nine Songs de Michael Winterbottom ni las pretensiones filosóficas de Nymphomaniac de Lars Von Trier”, opina Julio Tovar.

“Bertolucci me recuerda a ese joven americano que, aunque le gusta soñar despierto, sabe que la vida es otra cosa. Aunque ama las contradicciones de la izquierda caviar y burguesa, es consciente que mientras recrean la revolución en sus cabezas, miran hacia otro lado, como bien indica la doble moral burguesa que Bertolucci tanto ha denunciado en sus películas”, explica Patricia Castro.

A pesar de rejuvenecer su mirada, Bertolucci sufría una enfermedad que le tenía postrado en una silla de ruedas desde principios de los dosmil. Este lunes falleció a la edad de 77 años. Pero, “tenemos sus películas y eso debería ser suficiente, dado que nadie es inmortal”, dice el director de Sensacine. “Su cine, excepto en los 80-90, siempre tuvo una mirada muy joven y creo que son, precisamente, los jóvenes los que deberían estudiar sus películas. Hay una libertad creativa ahí que cuesta muchísimo encontrar en el cine actual. Y más en el cine italiano. Y si no imagina al Bertolucci de los 70 dirigiendo Call Me By Your Name”, sentencia el periodista.

“Era el último 'gran' cineasta de la generación de los sesenta y setenta; vástago de los italianos manieristas como el último Pasolini y especialmente Visconti”, dice Julio Tovar. “Quizá menor frente a ellos, pero con un interés y cuidado visual muy marcado. También una criatura con una sexualidad más reprimida de lo que parece; fruto de ese catolicismo que hizo tanto por él y por realizadores como Bigas Luna o Vicente Aranda. Todos ellos llegaron a la cosificación por la represión”, explica.

“Me atrevería a decir que ha contribuido a construir el imaginario colectivo de la cultura obrera y marxista de la segunda mitad del siglo XX. No se entiende el cine y la izquierda sin él”, defiende Patricia Castro. El séptimo arte pierde así, “uno de los últimos estandartes del cine comprometido pero a la vez con una opinión crítica de la vida y de la propia izquierda, autónomo pero nunca librepensador. Siendo consciente del peso de la historia y de las largas luchas y contradicciones de la izquierda”.