Una casa es un contenedor inmenso de recuerdos. Volver al lugar donde uno creció siempre abre la caja de Pandora. Para muchos les lleva a los momentos más felices de toda su vida. Para otros al trauma de una infancia rota. Es una máquina del tiempo más eficaz que las de las películas de ciencia ficción. Cada rincón, cada cajón, esconde una nueva historia que vuelve a la mente de forma tan clara como, posiblemente, distorsionada por los años.
Paco Roca capturó esa sensación de forma precisa en su novela gráfica La casa, donde un hijo volvía al lugar donde vivió su padre con la intención de venderlo. Pero los recuerdos acechaban, y hacían cada vez más complicada la decisión. Al final, Roca volvía a un tema que aparece de forma transversal en casi todas sus obras, la memoria. Una memoria que puede ser histórica, como en Los surcos del azar; literal, como en los enfermos de Alzheimer de Arrugas; o la que aborda en La casa.
Una propuesta tan delicada necesitaba a alguien que la entendiera a la perfección para llevarla al cine. Fue Álex Montoya, valenciano como Roca, quien se sintió conmovido por la obra y compró los derechos desde su productora. Su mujer, que está en el equipo de producción, lo leyó y le dijo que echara un vistazo. Aunque es muy fan del autor, esta se le había atascado por los componentes autobiográficos. “Me la leí y efectivamente tenía lo que tienen todas las obras de Paco, que es que te emocionan y no sabes muy bien por qué, que te van calando poco a poco”, cuenta Montoya, que con este filme ganó cuatro premios en el Festival de Málaga, el del público, el de Mejor guion, a la banda sonora, y el que otorgan los informadores cinematográficos de la AICE.
Le llegó mucho “el tema del legado y el paso de las generaciones”. Sobre todo por la “forma tan limpia y tan potente a la vez de contarlo”. También vio que a nivel de producción no sería una película muy cara de producir (a priori una casa y varios personajes) y se lanzaron a por los derechos de la adaptación. Había algo en esa unión valenciana que le hacía el indicado, “ese tema de segundas residencias baratas en terrenos no urbanizables”, aunque en su caso se sintió muy interpelado por un recuerdo personal, el de su abuelo catalán, que le recordaba al patriarca ausente de La casa. “Era este tipo de persona con mucha iniciativa, muy emprendedor y a la vez muy manitas. También un taller donde el tío hacía cosas increíbles”, añade.
Sin todavía los derechos se plantó en una feria del libro para que Paco Roca se lo firmara. Se presentó y le dijo que era una de las personas que tanteaban la posible versión cinematográfica. “Nos fuimos conociendo poco a poco y creo que eso también ayudó, el hecho de que fuera en persona el director a vencer un poco el proyecto de adaptación”, recuerda. Su relación con Roca fue sobre ruedas y nunca quiso “participar mucho en el proceso de desarrollo ni de rodaje”. “Yo creo que venía un poco escaldado de la anterior, de Memorias de un hombre en pijama, donde iba a dirigir en principio y al final pues no salió. Entonces él me dio libertad absoluta. Desde el primer momento me dijo ahora es tu peli, haz lo que quieras”, cuenta el cineasta.
Esa libertad le permitió a Álex Montoya experimentar. A pesar de ella le consultó los principales cambios respecto a la novela que incluyó en el guion. Le consideraba su “espectador cero”, y quería que le parecieran bien los cambios porque él representaba al lector que se había enamorado de la obra original. Su trabajo ha sido más quitar que rellenar, y “sobre todo reorganizar para meter un poco de tensión”. Ahí tuvo la idea de una comida central donde los personajes âcon David Verdaguer y Óscar de la Fuente a la cabezaâ pudieran discutir de forma abierta. Un proceso largo que pasaba por “despegarse de la novela gráfica para poder meter los cambios, pero para terminar volviendo a ella para no dejarse nada importante”.
Siempre quisieron huir de un mal de las adaptaciones de novelas gráficas, el querer trasladar de forma mimética las viñetas a la pantalla para que el lector se sienta complacido. A pesar de ello han “recreado algunas, cuando la geografía de la casa se prestaba”. “Queríamos que esas escenas fueran reconocibles rápidamente de un solo vistazo y que los personajes se parecieran físicamente, que el tono del color fuera parecido para evitar esa fricción que puedes tener si eres fan de la novela gráfica. Si hubiera sido muy diferente estéticamente, yo creo que que nos habría costado más convencer a esos lectores del cómic, que son legión, para acudir a la película”, añade.
La reacción de la película en el Festival de Málaga le ha dejado tranquilo, y cree que está gustando porque “no juzga severamente a ninguno de sus personajes, el tono es ligero y es luminoso también”. “Hay momentos de emoción, pero no es devastadora. Esta peli es más, como dice David Verdaguer, de llorar bonito y también de reír bonito”, opina. La casa era para él una responsabilidad, ya que es su película más grande, una que, a pesar de no tener un presupuesto especialmente abultado, sí que quintuplicaba el que tuvo en sus dos anteriores obras juntas. “Si hubiera hecho una peli de 20 millones, igual estaría más relajado, pero para mí gastarme esa cantidad de dinero en una peli me supone una presión añadida bastante fuerte”, confiesa.
La casa, con sus diapositivas que muestran ese pasado con el padre ausente, acaba funcionando como una película de fantasmas, y para Álex Montoya tiene sentido porque le interesa mucho esa capacidad del cine de capturar, de “enlatar un trozo de tiempo”. “Creo que todas las películas acaban siendo no solo historias de fantasmas, sino prácticamente visiones de gente que ya no está entre nosotros y que vuelves a ver en la pantalla”.