En octubre de 1999, la joven de 19 años Rocío Wanninkhof desapareció cuando se dirigía a la feria de Fuengirola (Málaga). A la mañana siguiente, su madre encuentra sus zapatillas y manchas de sangre al lado de su domicilio. Comienza entonces una búsqueda por toda la zona de la Cala de Mijas que se alarga durante 25 días hasta dar con el cadáver. Este revela que Rocío fue acuchillada. En un ambiente de apremio mediático y social por encontrar al culpable del crimen, un jurado popular condena a Dolores Vázquez, expareja de la madre de Rocío, a 15 años de cárcel por el asesinato de la joven.
Más allá de la suposición de que se trataba de un crimen ocasionado por la ruptura de la pareja, no existían pruebas que la incriminasen: nadie vio a Vázquez en el lugar donde se encontró el cadáver, tenía coartada para la noche que mataron a Rocío y su ADN no coincidía con el que se recogió en la escena del crimen. Será el caso de un nuevo asesinato mediático, tres años después, el que demuestre su inocencia: la joven Sonia Caravantes apareció muerta en una zona cercana y pronto se descubrió que el autor del crimen era un hombre británico llamado Tony Alexander King. Al introducir las muestras de ADN en el sistema de la Guardia Civil, se comprobó que estas coincidían con las que se encontraron junto al cadáver de Rocío Wanninkhof. King confiesa que ha cometido ambos asesinatos y varias agresiones sexuales tanto en su país de origen como en España. Entre tanto, Dolores Vázquez pasó 519 días entre rejas por un asesinato que no había cometido.
Estos son los hechos que se narran en el documental Caso Wanninkhof-Carabantes, dirigido por Tània Balló, producido por Brutal Media y recién estrenado en Netflix. “Yo tenía unos 22 años cuando desapareció Rocío pero no recuerdo ser espectadora de las semanas de búsqueda, es a partir de la detección de Dolores Vázquez cuando por primera vez conozco el caso y, como la gran mayoría del público español, consumí lo que hoy sabemos que fue un absoluto delirio. En ese momento lo creí, no sé si de una forma tajante pero sí lo que parecían evidencias o nos querían vender como tal”, explica Balló sobre cómo vivió en primera persona esta sucesión de acontecimientos. Sin embargo, al mismo tiempo que consumía esos contenidos de manera acrítica, también reconoce que ya había algo que la “perturbaba” mientras veía la televisión día tras día. “No reconocía qué era exactamente, pero es cierto que recuerdo conversaciones con gente cercana donde se compartía este sentimiento extraño”.
El impacto para Balló, y probablemente para gran parte de la sociedad española, sucedió cuando el asesinato de Sonia Caravantes demostró la inocencia de Dolores Vázquez; y este es el tema central del documental, que se dedica a explorar cómo pudo producirse semejante concatenación de errores –judiciales, policiales y mediáticos– y las consecuencias nefastas que tuvo para todas las protagonistas de esta historia. “El caso quedó ahí pero siempre lo tuve en la cabeza, para mí era un ejemplo paradigmático de cómo se había construido una falsa culpable a través de la homofobia”, continúa explicando la directora sobre la importancia de recordarlo ahora, más de 20 años después de lo ocurrido. “Cuando empecé mi carrera como cineasta esta era una película que siempre pensé que me gustaría hacer, pero también era muy consciente de que la quería rodar desde un lugar muy claro, nada sensacionalista, reflexivo, con crítica”.
Tras una investigación de dos años, analizando las 5.000 páginas judiciales de los casos, revisando 300 horas de material de archivo televisivo y de prensa escrita y llamando a más de 60 fuentes involucradas en las investigaciones de los crímenes de Rocío Wanninkhof y Sonia Carabantes, el resultado es un documental que pone atención a cada detalle, que aporta perspectiva feminista y que abre preguntas sobre el funcionamiento de la justicia española, antes y después de la condena a Dolores Vázquez.
Balló también incluye la investigación sobre el pasado de Tony Alexander King, para resaltar los motivos que hicieron que sus antecedentes penales por agresión sexual no tuvieron apenas consecuencias para él, e indaga asimismo en las negligencias institucionales que le permitieron pasar desapercibido durante tantos años. Caso Wanninkhof-Carabantes resulta especialmente valioso en tanto que cuestiona y señala cómo el delirio mediático y la poca relevancia que se concede judicialmente a la violencia contra las mujeres tuvieron un impacto directo en la encarcelación de una mujer inocente, el asesinato de dos chicas jóvenes y el dolor permanente para su entorno.
Dolores Vázquez: la lesbiana perversa
“A Dolores Vázquez se la acusó, procesó y condenó por ser lesbiana y nada de lo que sucedió hubiera podido suceder de la misma manera de haber sido ella heterosexual; cierto es que la condenaron el jurado y el juez, pero para que eso sucediera sin escándalo fue necesario que la opinión pública creyera sin lugar a dudas en su culpabilidad y ese fue el papel que jugaron los medios de comunicación, el de hacer que su procesamiento y posterior condena resultaran asumibles e incluso inevitables”. Esta es la tesis que expone Beatriz Gimeno en La construcción de la lesbiana perversa (Gedisa) y que desarrolla a lo largo del libro, valiéndose de cientos de ejemplos de noticias publicadas en periódicos sobre el caso de Dolores Vázquez. “Yo misma fui un ejemplo de cómo incluso una activista lesbiana puede ser incapaz de percibir la ingeniería en la que la lesbofobia nace, se desarrolla y se implanta en el imaginario social y particular de cada uno/a”.
Gimeno aparece en el documental y, según confirma Tània Balló, su texto fue una “base fundamental” para aportar una perspectiva política a la narración del caso, para comprobar que el mecanismo por el que fue juzgada una mujer inocente se basó en construir mediáticamente un arquetipo de lesbiana que resultara creíble como asesina. Aquello empezó por su físico: si en la primera descripción que se puede leer de ella en El País aparece descrita con una “complexión física normal”, al día siguiente en el ABC ya la caracteriza como una “mujer de gran corpulencia”.
Y a partir de aquí las informaciones serán siempre igual de tendenciosas, un hecho que como apunta Beatriz Gimeno “se revelará después como de vital importancia a la hora de poder probar que Dolores Vázquez es la asesina. Como las pruebas periciales revelaron, era absolutamente necesario que la persona que hubiera cometido el crimen tuviera una gran fuerza física, ya que debió de ser capaz ella sola de cargar con el cadáver y trasladarlo de un lado a otro”. La prensa repitió en numerosas ocasiones que Vázquez era una aficionada a las artes marciales, “un deporte que, en el imaginario popular, se identifica con la agresividad y la lucha, lo contrario de la pasividad femenina”, recoge Gimeno. Nunca se dan, sin embargo, detalles sobre cuándo o con qué asiduidad practicaba la protagonista este deporte u otros.
“No se trataba únicamente de caracterizarla físicamente como una lesbiana”, explica a continuación Gimeno, “sino que era necesario también dotarla de ciertos caracteres psicológicos propios de las lesbianas perversas”. En las descripciones que se publicaron diariamente durante los meses que pasaron entre el juicio y la sentencia, el poder mediático se desplegó en todo su esplendor para señalar a una mujer soltera y sin hijos, mientras que su homosexualidad quedaba más bien implícita –ni una sola vez apareció en El País ni en ABC la palabra lesbiana, lo que contribuyó a que no se analizara como un discurso de odio–.
“Hubo una absoluta coincidencia en la atribución a Vázquez de rasgos de carácter que han definido a las lesbianas de todas las épocas. Así, se insistió en que Vázquez era una mujer posesiva, violenta y calculadora”. Este último fue, de hecho, el adjetivo que más se repitió esos días; porque quizá lo más retorcido del caso no fue la insistencia en su físico, sus gustos o su personalidad, sino el análisis de su actitud durante el juicio, una perspectiva que acabaría siendo determinante para el jurado popular en su sentencia. “La supuesta autora del crimen no tenía, al parecer, un carácter femenino y eso fue algo que ningún periódico dejó de advertir. No gritó, no lloró, no se desesperó, ni se mostró en ningún momento sumisa ni vencida por la situación. A Dolores Vázquez no se le perdonó nunca ni su valor ni tampoco el mantenimiento en todo momento de su dignidad personal”.
El sexismo se vuelve evidente al comparar su actitud con la del verdadero asesino de Rocío: King insultaba y amenazaba a los jueces, gritaba y se revolvía, y sin embargo, no se consideró como algo anormal o destacable. “En la representación que se hace en la prensa de los delitos sexuales o de las violaciones, las representaciones del agresor tienden a destacar su locura, su patología, su descontrol, su amor exagerado”, cuenta Gimeno. “Por el contrario, cuando las asesinas son mujeres, la emocionalidad y la falta de control femeninas se convierten en frialdad y control emocional; las mujeres no matan porque pierdan el control, sino, al contrario, porque lo controlan todo. Las asesinas son siempre frías, inteligentes y controladoras”. Y así era supuestamente, y cada vez con más claridad para el público, Dolores Vázquez.
En este punto, el documental muestra que no existían evidencias firmes que inculpasen a Vázquez del asesinato. “No hay prueba irrefutable que incrimine a Dolores Vázquez, pero los indicios en su contra se acumulan”, rezaba El País en un titular; y se acumularon tantos que finalmente fueron esos indicios los que acabaron por condenarla. Resulta como mínimo llamativo que, exceptuando el ABC, ningún medio de gran tirada optara por recoger ni una sola opinión positiva de ella antes de que fuera juzgada y en un momento en el que la policía aseguraba no tener pruebas concluyentes. La insistencia con la que se comentaba que no se llevaba bien con los hijos de su ex pareja contrasta con que nunca se mencionara que Vázquez cuidaba diariamente de su madre inválida.
Tanto el libro como el documental recuerdan que para condenarla valió la palabra de su asistenta, que una vez contó que había visto a Dolores romper una foto de Rocío con un cuchillo –aunque ella explicaría en el juicio que, como no hablaba castellano, Vázquez simplemente había tratado de explicar lo ocurrido escenificando el apuñalamiento–, y otras pruebas grotescas, como el testimonio de una vidente.
Es por ello que no puede entenderse que tanto los jueces como el jurado popular le atribuyesen la culpabilidad del asesinato sin la contribución de la lesbofobia: como argumenta Beatriz Gimeno, fue al personaje de la lesbiana perversa que se hizo de Dolores Vázquez a quien se condenó a 15 años de cárcel. Solo faltó un móvil coherente con su imagen para la resolución: aun sin que ningún testimonio diera cuenta de ello con seguridad y mientras Dolores afirmaba que Rocío era como una hija para ella, se esgrimió que la odiaba por haber sido la causante de la ruptura con su madre. “El mecanismo de la lesbofobia funcionó perfectamente al dar por hecho que la simple existencia de una relación lésbica entre dos mujeres tenía que ser de por sí un foco de malas relaciones entre los miembros de la familia, al dar por hecho que lo normal era que la niña que vivía en esa familia, al llegar a la adolescencia y hacerse consciente de la situación, rechazase a la lesbiana, a Dolores”, expone Gimeno.
Con esta información llegamos al final del documental, aunque, en realidad, no al de esta historia: a día de hoy Dolores Vázquez no ha recibido indemnización por parte del Estado o la sociedad, ni siquiera en forma de perdón. Así lo recalca Tània Balló al acabar el documental, con letras mayúsculas sobre el fundido a negro: el linchamiento mediático, judicial y social que sufrió Dolores Vázquez no ha sido reparado de forma alguna. “La magnitud de esta tragedia abarcaba mucho más allá de lo conocido”, expone la directora, que no ha contado con las voces de Vázquez ni de la madre de Rocío, Alicia Hornos, para respetar su silencio. “Este es un caso que tiene muchas víctimas, todas ellas mujeres, y lo que he querido es darles un espacio de reconocimiento”.