En 1955, el cantante Frank Sinatra protagonizó El hombre del brazo de oro. La película fue un intento de drama social que tuvo problemas con la censura por tratar sobre la drogadicción, aunque la abordase en escenarios embellecidos y encarnase la miseria a través de rostros reconocibles del star system. La búsqueda desesperada de dinero y drogas se convertía en un espectáculo a golpe del jazz de Duke Ellington. Las concesiones a Hollywood deglutían la verdad que podía haber en la novela homónima de Nelson Algren (Un paseo por el lado salvaje de la vida).
Como decía un antihéroe pesimista de John Carpenter, el Snake Plissken de 2013: rescate en Los Ángeles: “Cuanto más cambian las cosas, más siguen igual”. Sesenta años después de El hombre del brazo de oro, Hollywood casi ha abandonado el celuloide, está formado por corporaciones multinacionales y gestiona los cambios de hábitos derivados de la integración de Internet en las vidas cotidianas. A pesar de estas transformaciones, sigue tendiendo a embellecer las historias más desesperadas, incluso cuando son reales, como es el caso de El castillo de cristal.
El filme y el libro de memorias original explican la historia de Jeannette Walls, una columnista de cotilleos marcada por una infancia convulsa en una familia desestructurada. La joven Jeannette crece entre traslados constantes derivados de los impagos de alquileres y vive momentos de hambre y abandono. El motor de todo ello es, al menos en la película, la figura paterna: Rex, un alcohólico irresponsable pero capaz de regalar grandes momentos poéticos incluso cuando acaba de maltratar a su hija en una piscina.
Entre el drama y la 'feel good movie'
La oscarizada Brie Larson (Room) encabeza un reparto que también incluye a Woody Harrelson y Naomi Watts, aunque las encargadas de encarnar las etapas de niñez y adolescencia de Jeannette adquieren una relevancia especial. Son ellas las que encarnan los conflictos más viscerales, mientras que Larson acaba confinada en un rol menos lucido: representar que los ricos (o los que comienzan a serlo) también sufren. Aún más desagradecido es el papel de Watts, una pintora bohemia en versión doméstica, condenada a adquirir relieve solo durante las ausencias del protagonista carismático: el padre de familia desequilibrado.
Así, la película adopta un tono inconcreto. Este enfoque flotante podría servir como afirmación de la agridulce complejidad de la vida, pero más bien parece nacido del empeño de empujar el drama hacia los terrenos de las denominadas feel good movies, y de hacerlo sin desmantelar completamente la dimensión trágica del relato. Por el camino, se omiten algunas situaciones del texto literario (incluir la imagen de una chica apuñalando a su madre no sería feel good) para que resulte más fácilmente consumible.
La estructura en flashbacks quizá contribuye a generar distancia emocional. Y no para bien, no para facilitar un retrato matizado de una madeja de sentimientos contradictorios, porque acaba apostándose por un enfoque sanador propio de los discursos de autoayuda. Se nos presenta a una mujer madura que ha comenzado a asentar su ascenso profesional y social, pero que tiene un tema pendiente de resolver.
En El castillo de cristal va emergiendo una mirada enrarecida, algo sentimentaloide a pesar de la contundencia de los hechos tratados, que flirtea con una nostalgia a contrapelo. Casi parece que la forma de la película, ese aspecto de drama no descarnado que busca una salida confortable, se impone a la psicología del personaje, y fuerza a Jeanette para que esta deje atrás su resentimiento.
Maneras de vivir
La recepción de El castillo de cristal' llega condicionada por el recuerdo de otra historia reciente de familias fuera de la norma. Captain Fantastic también representaba la huella de las decisiones de unos padres anticonvencionales en la vida de sus hijos, combinando la fascinación por una vida libérrima con el recelo hacia lo distinto. El filme de Matt Ross se movía con más solvencia en el marco de la comedia amarga.
El encauzamiento hollywoodiense de El castillo de cristal, que trataba un material más extremo (no hay solo excentricidades arriesgadas, sino también miseria), se antojaba complicado. Y el resultado es problemático. Las heridas de su protagonista pierden peso en beneficio de la autosuperación y de un conservadurismo condescendiente: sus padres la criaron deficientemente, pero debe perdonarlos porque la familia es lo más importante. Y porque el presunto amor, aunque se materialice de maneras equivocadas y destructivas, es amor.
Para acabar de escenificar ese proceso de cura, el realizador Destin Cretton (Las vidas de Grace) opta por un cierre con fotografías y vídeos reales de los Walls. Este recurso ha servido últimamente para cerrar un biopic de guerra y religión (Hasta el último hombre) y para despedir a un soldado perturbado u otros héroes de la guerra contra el terrorismo (El francotirador, El último superviviente). En esta ocasión, realza el desenlace sanador, casi publicitario, de una historia de traumas que acaba dejando regustos extraños, a sentimientos reales momificados por una estética del drama digerible y por una ética del coaching.