En un contexto de escasez de estrenos de películas en salas, la cartelera actual supone una invitación a hacer alguna mirada atrás. Incluso muy atrás, cien años atrás, porque nos propone un encuentro o reencuentro con el primer largometraje dirigido por Charlie Chaplin: El chico. Mediante esta película, el intérprete y realizador siguió definiendo su apuesta creativa: redobló, y redondeó, la apuesta por las emociones humanas que había ido aflorando en sus mediometrajes cómicos.
En la película, una mujer abandona a su hijo recién nacido. Deseando que este no viva ninguna privación, lo deja en un coche aparcado dentro de la propiedad de una familia rica. Cuando ella se arrepiente, ya es demasiado tarde: el automóvil ha sido robado. El bebé es rescatado en un barrio pobre por ese icónico resistente de buen corazón y poco dinero que Chaplin interpretó de manera recurrente. Desconociendo el origen del neonato, lo adopta como suyo.
Con el bebé ya convertido en niño, los dos protagonistas trampearán la vida con argucias mediante las que ganar unas monedas y batamantas para driblar el frío. También jugarán al ratón y al gato con un ridiculizado policía de barrio, y sufrirán la persecución de unos insensibles servicios sociales. En paralelo, se va abriendo la puerta del correspondiente final feliz.
Chaplin aplicó el sentido del ritmo y la precisión coreográfica extrema del mejor humor físico a una propuesta híbrida de comedia y drama. Esa precisión se materializó, por ejemplo, en un reducido número de intertítulos: las imágenes hablaban por sí mismas y no necesitaban de muchos textos de apoyo. El remontaje que el director acometió en 1972, y que volverá a ser proyectado en cines tras una ambiciosa restauración digital a resolución 4K, profundizó en esa fluidez y en esa concisión expositiva. El resultado fue una maravilla de cincuenta y tres minutos que puede servir de breve e inclusiva puerta de entrada al arte del cine mudo.
Mirada amable a la pobreza
Más allá de sus virtudes artísticas, El chico suponía una visibilización de la miseria, de la economía de subsistencia y del trabajo infantil. Con todo, el enfoque tragicómico y tierno del filme contribuyó a configurar un cierto cine social made in Hollywood, fundamentalmente optimista, protagonizado por desamparados que se cuidan entre ellos y que afrontan dificultades siempre superables. En el último tramo de su camino cinematográfico, los personajes podían incluso recibir una herencia, un cupón premiado o alguna otra pedrea en la lotería del capitalismo. Podría considerarse que El chico es una obra explotadora por su visión demasiado amable de la pobreza. En realidad, sería una obra autoexplotadora: amigos de Chaplin declararon que se inspiró en su dura infancia en la Inglaterra industrial que Jack London retrató en su libro-crónica La gente del abismo.
Aunque fuese tímida y estuviese sometida a la lógica del happy end, esa visibilización de la desigualdad social ya resultaba suficientemente incómoda para unos sectores conservadores que consideraban el séptimo arte como un medio socialmente desestabilizador. El mismo Chaplin, receloso de las figuras de autoridad, solía tratar con muy poco respeto a la policía y otras instituciones que miraban a los excluidos desde la sospecha (a veces, de manera justificada). Además, el primer Hollywood sonoro alumbró algunas películas que nos mostraban feminidades indómitas, sexualidades demasiado libres, conflictos de clase... El malestar de varios grupos religiosos empujó a los estudios acatar un código de censura que dificultó todavía más la existencia de un cine que conciliase el entretenimiento y la crítica.
Esta tensión entre la visibilización de la exclusión social y los intereses comerciales o políticos de ofrecer un entretenimiento atractivo no solo se vivía en un Hollywood marcado por las inercias glamurizadoras derivadas del star system, por las estrecheces de la censura. Incluso tendencias bastante asociadas con creadores izquierdistas, como el realismo poético francés que emergió en la Francia previa a la II Guerra Mundial, caían en otro tipo de idealizaciones. En películas como El muelle de las brumas puede verse una cierta romantización de la fatalidad que espera, de manera aparentemente inevitable, a los desposeídos y los fugitivos. Las historias de amor servían de bálsamo para que personajes y audiencia tragasen con la dureza de la vida.
A medida que pasaron los años, el cine de Chaplin incorporó más fricciones entre el alma de cómico y el alma de humanista crecientemente proclive a la crítica social o al gesto político. A su manera, el final de la maravillosa Tiempos modernos escenificaba el optimismo forzoso de un cierto cine (¿social?) hollywoodiense. La chica coprotagonista mira desafiante y airada hacia un futuro de lucha por salir adelante y cambiar lo que pueda de su vida, pero el personaje de Chaplin le pide que sonría. Quizá el humor es lo mejor que puede aportar el cómico, o eso acababa creyendo el director de éxito socialmente concienciado que protagonizaba la comedia clásica Los viajes de Sullivan. Aún así, este ambivalente (y paternalista) gesto de Charlot puede leerse como una domesticación de un impulso transformador del mundo.
En todo caso, el cineasta británico tomó la palabra cuando tuvo que hacerlo. Por ejemplo, firmó El gran dictador cuando la mayoría de Hollywood seguía abogando por la neutralidad en la II Guerra Mundial (después llegaría la rápida conversión a un antifascismo a menudo banal, incluso por caminos peculiares) y por preservar el business as usual. La mencionada Tiempos modernos desprendía connotaciones que podían resultar incómodamente obreristas para el establishment. Y su autor también criticó la persecución al comunista practicada por el Comité de Actividades Antiamericanas, que acabaría satirizando en el filme Un rey en Nueva York. Investigado por el FBI y presionado por varios políticos e instituciones, Chaplin estuvo veinte años sin pisar suelo estadounidense.
¿Y si abrimos la puerta a la ternura?
Un intertítulo inicial define El chico como “una película con una sonrisa y, quizás, una lágrima”. ¿La obra es sensible o sensiblera? El debate ha estado siempre ahí (el mismo Chaplin también quiso apuntalar este aspecto con su remontaje abreviado, excluyendo algunas imágenes), y la obra ha sido a menudo criticada por posibles excesos lacrimógenos. Entre el rechazo frontal de una cierta cinefilia de ceño fruncido y la celebración acrítica de los clásicos de la comedia por parte de otros sectores, queda una película que se reivindica por sí misma y que, a la vez, puede ser legítimamente cuestionada.
La película, por ejemplo, concluye con un final feliz improbabilísimo, extraordinariamente inverosímil, basado en casualidades increíbles. Con todo, no deja de resultar bastante sobrio en su ejecución visual, y eso facilita que la audiencia suspenda su incredulidad. Además, encontramos un desenlace resuelto con elegante rapidez donde podría haber habido una explotación de los lagrimales del público.
En todo caso, en un mundo persistentemente normalizador y racionalizador de la sociopatía, de la crueldad, de la indiferencia ante el sufrimiento del otro, quizá no está de más abandonarse a ese ejercicio constante de estimulación de la ternura que es El chico. Ni dejarse robar unas cuantas sonrisas o carcajadas, aunque algunas de ellas puedan estar sobrevoladas por una cierta tristeza.
Además, estas risas agridulces sintonizan con una situación actual de pandemia que nos hace poco proclives a las alegrías plenas y sin matices. Y, quizá, más sensibles al humor del Chaplin mudo, que podía ser verdaderamente desarmante: una comicidad sin palabras, con vocación universalista, casi fuera del tiempo, que busca la risa y también la emotividad, que invoca el asombro de la mirada de un niño. ¿Por qué no abrir la puerta a la ternura, aunque sea durante una hora?