Crítica

El chiste sigue sin perder la gracia en ‘Fast & Furious X’

18 de mayo de 2023 21:57 h

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Un debate habitual entre los seguidores de Fast & Furious pasa por discutir en qué momento todo cambió. Cuál fue el punto en el que notaron que esta saga, inaugurada en 2001 por una película titulada A todo gas que indagaba en la cultura del tuning y las carreras ilegales, había crecido hasta tener más en común con el cine de superhéroes que con Le llaman Bodhi, inspiración original. Como Keanu Reeves y Patrick Swayze antes que ellos, Vin Diesel y Paul Walker habían descubierto que su respeto estaba por encima de la ley.

Paul Walker ya no está y apenas queda rastro del tuning, pero Diesel sigue al mando, como productor todopoderoso a quien responsabilizar de esta progresiva transformación. Y la respuesta más socorrida al debate es el clímax de Fast & Furious 5. En esta película debutó Dwayne Johnson, inyectándole un sabor propio a las aventuras de Dom Toretto en tanto a la tensión escénica con Vin Diesel, su intérprete. Johnson ayudó a impulsar la saga entonces, pero no podría haberlo hecho sin una secuencia como la de la caja fuerte. Cuando, en Río de Janeiro, la familia de Toretto consumaba su golpe de la forma más disparatada posible.

Esta espectacular secuencia suponía el fin del villano de Fast & Furious 5, Hernán Reyes (Joaquim de Almeida), y es clave para los acontecimientos de Fast & Furious X. Última película hasta la fecha, última cima del absurdo, cuya confirmación simbólica de que fue en la quinta entrega donde Fast & Furious se consolidó como una de las grandes franquicias de acción de la actualidad no equivale a algún tipo de autoconsciencia o guiño al público. Más bien ilustra un tranquilo e íntimo entendimiento de su propia mitología.

Un triunfo contra todo pronóstico

Es hasta cierto punto milagroso que, en tanto a una saga que alcanza las diez películas —once si contamos el paréntesis de Hobbs & Shaw, a mayor gloria de los personajes secundarios de Jason Statham y el citado Johnson—, Fast & Furious pueda presumir del equilibrio del que hace gala su nueva entrega. Sobre todo si escarbamos en los problemas detrás de las cámaras: originalmente Fast & Furious X iba a estar dirigida por Justin Lin, el mismo que se hallaba tras las cámaras de Fast & Furious 5, además de otras cuatro películas de la franquicia.

El problema es que Diesel lleva con mano de hierro el volante de Fast & Furious y, al igual que sus discusiones provocaron la salida de The Rock tras la octava película, sus injerencias creativas terminaron sacando de quicio a Lin. Fast & Furious X se quedó sin director cuando el rodaje ya había comenzado, llevando a Universal a una tesitura desesperada: iba a costar más dinero pararlo todo para buscar director que seguir rodando en lo que encontraban uno, así que Fast & Furious X estuvo rodando con la segunda unidad durante semanas.

Cada jornada de rodaje costó entonces entre 600.000 dólares y un millón, hasta que Universal halló un sucesor en Louis Leterrier. Leterrier no había tenido contacto previo con la franquicia, pero Ahora me ves… había sido el éxito veraniego de 2013, y además había colaborado con Statham en otras dos películas de acción y coches rápidos: Transporter y Transporter 2. Su elección era lógica, lo que no llegó a evitar que el presupuesto de Fast & Furious X terminara equiparando el presupuesto de Vengadores: Endgame.

Rondando los 350 millones de dólares y precisando un taquillazo más contundente que el de las anteriores películas, era inevitable tener reservas con Fast & Furious X. Fundamentalmente porque la película previa, Fast & Furious 9, empezaba a mostrar signos de pérdida de frescura. No en base a un posible agotamiento en sus presupuestos creativos —que siempre han de apuntar hacia el más difícil todavía—, sino a la torpeza a la hora de administrarlos, y a cierto grado de inercia en la ejecución.

El fenómeno Fast & Furious no sería nada sin la complicidad del público, sin que la reacción de este pasara rigurosamente desde la condescendencia al placer irónico y por último al placer genuino. Experimentar cualquiera de sus películas es prepararse para un agotador festival del delirio, para que no haya idea loca que no tenga cabida, y Fast & Furious 9 venía a ofrecer la cara más gentrificada de esta pulsión: desde hace tiempo era un chiste recurrente que a Toretto y su banda solo les faltaba ir al espacio.

Así que Fast & Furious 9 les llevó efectivamente al espacio, solo que con la torpe funcionalidad de quien hace check en una lista de la compra. El mismo halo automatizante se percibía en la gestión de las vertiginosas relaciones familiares de Dom, siempre en torno a parientes resucitados y villanos que se redimen en un abrir y cerrar de ojos, vertebrando un argumento neurótico donde ya no parecía importar nada. No es que Fast & Furious X sea más creíble o más seria, ni mucho menos, pero sí está resuelta con mucha mayor convicción.

Cómo se las ha apañado para hacerlo siendo una producción sujeta a terremotos y evidentes improvisaciones es un enigma. Pero el caso es que sí, Fast & Furious X está a la altura de las mejores entregas tardías de la saga y lo logra alardeando de un equilibrio inaudito. El equilibrio que se extrae de haber inventado una gramática y, simplemente contando con todo el tiempo del mundo, haberla llevado a su punto máximo de perfección.

Preparando el final

El plan de Diesel era que Fast & Furious X precediera el final de la historia. Esto es, que la película se ha concebido activamente para ser continuada con una hipotética Fast & Furious X-2, ya habiendo Universal confirmado que Leterrier será asimismo su director. La cuestión es que, durante la premiere, Diesel dejó caer que se lo había pensado mejor, y que puede que la familia rápida y furiosa necesitara una tercera película para llegar a ese final de fiesta. Que Fast & Furious X de pronto resulte iniciar una trilogía es otra muestra de la simpática huida hacia adelante en la que Diesel y sus socios llevan embarcados más de 20 años.

Poco importan, por otra parte, los planes que tenga Universal con la marca. Las imágenes de Fast & Furious X, en su esencia, solo responden a un universo autocombustible, alejado militantemente de una propuesta serial mucho más calculada, pero tanto o más lucrativa, como sería el Universo Cinematográfico de Marvel. Fast & Furious nunca ha disimulado su gusto por improvisar sobre la marcha, por retorcer la continuidad y desbaratar cualquier coherencia si con eso se logra que la siguiente parada siga siendo memorable.

Cada película de Fast & Furious está concebida como un fin en sí mismo —incluso en el caso de esta décima parte, que anticipa otras dos—, y es lo que explica que cada película sea esencialmente parecida a la anterior, pero proponga una experiencia lo bastante distinta para ser satisfactoria. Hay una secuencia muy hábil en Roma que remite abiertamente a la caja fuerte de Río de Janeiro —localización que vuelve a ser clave en el así llamado argumento—, pero el déjà vu no llega a molestar porque se ha buscado desde la pura narración.

Mientras que asomándonos a Marvel atisbamos comités y Excels, asomándonos a Fast & Furious solo vemos a juguetes que afirman ser personajes, desapareciendo y reapareciendo en una narración reminiscente a Dragon Ball. Jason Momoa, como villano de Fast & Furious X, resulta ser un tipo que estaba presente en el clímax de la quinta película y que ahora quiere vengarse de Dom, pues Hernán Reyes era su padre. Que en Roma tengamos ahora una bomba en lugar de una caja fuerte obedece enteramente a sus megalomaníacos designios.

Momoa enmarca otro acierto de la película. Y es que su interpretación, desquiciada e irritante, pero no más que en Aquaman, moldea a un villano efectivo desde lo pintoresco, que es lo que identifica a cualquier miembro de la familia Fast. En su ímpetu por seguir rehabilitando villanos y por que no dejen de aparecer nuevos rostros —aquí tenemos tanto a Brie Larson como a Daniela Melchior, hija y hermana respectivamente de personajes conocidos, mientras regresa John Cena como el hermano díscolo de Dom—, Fast & Furious X se revela llena de gente y concibe sus diversas apariciones como puntales emocionales.

Sumando esto a la acumulación de escenas de acción sucesivamente absurdas —con gran dependencia del montaje, pero resultonas en su mayor parte—, nos topamos con una fórmula pulida al máximo, cuya virtud central es la de no dejar de entretener y despertar sonrisas de alegría durante dos horas. Da igual quién esté tras las cámaras, da igual que haya personajes ciertamente quemados —caso del Roman Pierce de Tyrese Gibson—, porque Fast & Furious ha hallado el secreto para nunca tener que echar el freno.

Una fuerza inaprensible, un motor impulsado por gasolina que resulta ser placer cinéfago. Uno muy difícil de explicar, pero aún más difícil de no disfrutar.