En Sitges se mantiene la tradición de aplaudir la cabecera del rey Kong sacudiéndose los insidiosos aviones de la realidad antes de cada película. Todos aquí sabemos que así seguirá siendo hasta el fin de nuestros días. Aplaudir al gorila sagrado será lo último que hagamos antes de abandonar este valle de lágrimas que es la vida en la tierra, fuera del cine.
La realidad es un invento, pura ficción. Lo sabe Quentin Dupieux (Mr. Oizo para quienes llegan a él desde la música), que estos días ha presentado no una sino dos comedias de las que se le conocen, francesas y estrafalarias, muy digestivas en su particularidad. Tanto en Incroyable mais vrai, un enredo doméstico sobre mantelería de ciencia ficción, como en Fumer fait tousser, una piñata de historias breves que se encarga de golpear un grupo de superhéroes tróspidos, el director persevera en la humorada en escorzo que le caracteriza. Son películas que se sienten un poco resbaladizas y muy estimulantes en esos desajustes de la realidad, así como en su rima asonante con la sátira y el absurdo que antes practicaron gigantes como los Monty Python o Rik Mayall y Adrian Edmonson. En reconocimiento a esa búsqueda suya del otro lado, Sitges ha querido entregarle a Dupieux la Máquina del Tiempo, una de las distinciones con que el festival reconoce a las almas afines al festival.
El paraíso feroz
No todo son risas, al cine fantástico también se viene a sufrir por la condición humana, a repararse si fuera posible. El largometraje francés La tour sitúa su alegoría en un bloque de la periferia asediado por una fuerza exterior desconocida. Enésima versión apócrifa de Rascacielos, la novela ya clásica de J. G. Ballard que empezaba con el protagonista comiéndose un perro en el balcón, Guillaume Nicloux detalla el descalabro del tinglado social detallando el mercadeo de mascotas para la supervivencia, la escisión en clanes y castas y el apogeo de la violencia como agente regenerador. Pese a su estructura un tanto atomizada, la película acaba alzándose como mordedura política tremendista, interesada en conducirse hasta los límites y frisar terrenos donde la degradación nos reinventará en nuevos y tal vez definitivos monstruos.
El áspero bulto de las haciendas y las desigualdades lo acaricia también Domingo y la niebla, largometraje tocado de un realismo mágico que se embosca en el drama de un viudo renuente a entregar su terreno a los contratistas de una carretera que pretende partir su vida en dos. El costarricense Ariel Escalante Meza construye aquí una película rigurosa y fúnebre muy poco poblada, donde los personajes van mucho de espaldas, se internan en su pesadumbre hasta que la historia se pone de frente y entrega el predominio a las consecuencias.
Nuestra alegre juventud
El festival encara su recta final y las meninges no responden como deberían, el encéfalo se funde, las retinas crujen y el criterio es bruma. Y, sin embargo, se obra la paradoja de que las tragaderas son menos, las películas mediocres ya no encuentran plaza en nosotros, estamos ahítos y no pasamos ni una.
Aquí apenas estamos glosando un treinta por ciento de lo que vemos o recordamos. Huesera, por ejemplo, también muy consecuente con su propia propuesta, es una opera prima donde la mexicana Michelle Garza Cervera se atreve con uno de los avatares más felices de género, el terror emancipador, el que se sacude la oscuridad de la vida corriente. La película tiene cine, su premisa es tan sencilla como cifrar en la tragedia un embarazo y dar el desarrollo del trauma. Gobernada por la presencia manantial de Natalia Solián, Huesera no paga más peaje que el lúdico y el debido a un entendimiento ilusionado, joven y franco de la existencia, además de amor sincero por el terror. Porque la vida adulta, lo dijo Lovecraft, es el infierno.
Ti West, uno de los nombres importantes del género, ha vuelto al festival con Pearl, terror sureño y horizontal, sin grandes escenas, que es apenas el retrato pelón de una sociópata a la que da vida una Mia Goth colosal. La actriz se concede, desde el crédito de coguionista, momentos apoteósicos, y en su gesto pasmado, bellísima e irresistible, sostiene el metraje entero de una película que se sucede mirándose en la tradición de otras películas, películas pequeñas de un tiempo pasado que no tenemos claro si pudo ser mejor o siquiera parecido, pero con el que en todo caso estamos en deuda.
El arte es la veleta del alma, se oye decir en la peli de la una de la madrugada en el cine Prado, el más destartalado y encantador del festival. Es la séptima que vemos hoy y hay tramas que ya asimilamos regular. Las que vemos por la noche dialogan con las que hemos visto por la mañana y en cada una hay ecos del resto. En los planos de dron son todas la misma película. El festival, en tanto que marasmo de la realidad, se ha convertido en una ensoñación.
El arte es la veleta del alma. La frase atraviesa la platea y nos despabila en las butacas mientras chupeteamos jengibre deshidratado para distraer el sueño que siempre acechante. Caminando Sitges de vuelta a nuestros aposentos cavilamos las imágenes del día y entendemos que ver cine es tan necesario como leer libros o comer fruta, y que, tal y como nos recuerda Caballero Bonald desde la mesita de noche del hotel, solo somos el tiempo que nos queda.