El cine también sabe ironizar con el extremismo islámico

A finales de Julio de 2012 una pareja fue lapidada en Aguelhok, al norte de Mali. Su delito fue vivir juntos sin casarse, un acto que merece la muerte a los ojos de Alá. Los islamistas cavaron dos agujeros en la tierra, en el centro de la ciudad. Allí llevaron a la pareja para enterrar su cuerpo y dejar las cabezas por encima del suelo. Después, delante de unas 200 personas elegidas escrupulosamente como testigos, los verdugos les apedrearon hasta la muerte. Sus dos hijos, el más pequeño de seis meses, quedaron huérfanos. A los ojos de unos cuantos yihadistas sus padres incumplieron una de las leyes de Alá y por eso merecían este horrible final.

En Timbuktu, la última película del mauritano Abderrahmane Sissako, se muestra esa lapidación. El realizador africano la reserva para la mitad del filme y se la ventila en un par de rápidas secuencias. Sin embargo, consigue con la crudeza de sus imágenes que éste sea el centro emocional de su película. La ciudad donde ocurre todo no es Aguelhok, es Tombuctú, también al norte de Mali. Pero da igual. Sissako ha dibujado un espeluznante tapiz de personajes basándose en el hartazgo de una sociedad maltratada por unos locos, da igual que los terroristas se hagan llamar Ansar Din, da igual qué clase de régimen promulgan como grupo armado islamista, da igual que asuman el gobierno de Aguelhok o de cualquier otra región africana. Es lo mismo.

Pero en esta película el virtuosismo no se encuentra en la capacidad de denuncia de su director, eso lo puede hacer cualquiera. Retratar las atrocidades de estos extremistas es muy fácil, poner de tu lado al espectador no tiene mérito cuando se ataca la miseria del hombre. Cualquiera con un poco de audacia desconfía de la religión, la que promulgan ellos, los que dicen que mandan. Esto es lo fácil. Lo difícil es hacer ironía con la muerte injusta de estos dos lapidados y contentar al espectador. Reírse de las estúpidas prohibiciones de unos locos con traumas kantianos que creen que se pueden inventar las leyes de un dios llamado Alá, que ni siquiera existe para la mayoría de personas. Hacer risa con esto provoca la muerte del que dibuja, escribe o rueda. Pero en Timbuktu está la prueba de que se puede hacer. Con respeto, sutileza y talento uno puede reírse de las atrocidades y a la vez denunciarlas.

 

 

 

El arte de ridiculizar el yihadismo

En 2010 se estrenó una película inglesa titulada 'Four Lions', una parodia demencial sobre cuatro terroristas islámicos -Omar, Waj, Barry y Fessal- que deciden llevar a cabo un ataque suicida en un maratón, para aquel entonces un objetivo occidental insólito en la tradición yijadista que dejó de serlo con el atentado de Boston. Pero más allá de juzgar las malogradas aunque inocentes intenciones de su director, Christopher Morris, esta película es una sátira brillante e inclasificable sobre el terror de la violencia y la imbecilidad del fanatismo. Cuando Gran Bretaña se ríe de algo, se ríe con ganas.

Morris apuntaba a la pantomima de clásicos como Chaplin para burlarse de sus estúpidos villanos y a los diálogos hilarantes de los Monty Pythons para retratar con humor negro la tragedia que rodea a todo ese trámite de explotarse a uno mismo para ir al cielo y de paso llevarse a algún infiel. Los Monty Python fueron otros valientes que se rieron a gusto de una religión, la católica. Pero eso es otra historia porque en este caso el fundamentalismo no obliga a matar para llegar al cielo, basta con ir a misa y montar una familia tradicional. En Irak también han usado el arte de la comedia contra el Estado Islámico. A finales del pasado año la televisión estatal emitió una serie de 30 episodios titulada Estado de Mitos, una sátira donde se exponía la naturaleza del Islam mediante chistes y juegos de palabra.

Un líder yihadista que estudia una estrategia para ganar más seguidores en las redes sociales o el dueño de una tienda que separa las verduras de género femenino de las de género masculino son algunos de los personajes de Estado de Mitos. Por miedo, algunos de los actores y el guionista permanecen en el anonimato. Esto no ocurre con el equipo de Timbuktu por una sencilla razón, la sutileza con la que Abderrahmane Sissako disecciona el absurdo comportamiento de estos extremistas del norte de Mali hace apena imperceptible ese sentido del humor latente en toda la película.

El juicio improvisado

Sissako construye una película formada por varias historias, la de Kidane y su esposa Satima, la del niño pastor Issam, la de esos amigos que tocan música a mitad de la noche, la del líder religioso que se opone a los extremistas y la de la pareja lapidada. El director africano rueda con estilo y consigue que como en todo buen drama, los personajes determinen la historia culminando la película con un clímax impredecible pero inevitable. Sin embargo este realizador se sale del drama inconscientemente cuando describe las estúpidas leyes que el grupo armado impone en la ciudad. Queda prohibido escuchar música, reír, fumar e incluso jugar al fútbol. Las mujeres deben de ir tapadas y llevar guantes. Todo esto se formula en el filme con una depurada ironía, aunque ya de por sí todo suena ridículo. Entonces llega la escena del juicio improvisado donde un tribunal formado por los ocupantes lanzan sentencias descabelladas sirviéndose de argumentos tan disparatados como su profunda creencia. Por escenas como la del juicio Timbuktu es una de las cinco nominadas al Oscar a mejor película extranjera.