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'Les Combattans': los que se pelean, se desean

Yo quiero estar contigo, vivir contigo, bailar contigo, tener contigo una noche loca. ¡Ay, besar tu boca! Este es, en términos generales, el nivel del romance. También en el cine. Luego las cosas tienden a la complicación, pero el truco está en no darle tiempo.

La comedia romántica siempre ha sido un cine de temporada o al menos efímero. En satisfacción de un espectador más dado a la fantasía que a la imaginación, y del mismo modo que la pornografía ha ido aparcando el vodevil para centrarse en la mera acrobacia, la comedia romántica se ha creído su propio camelo hasta inmolarse en el conservadurismo que la constituyó, un cenagal donde conviven frustraciones de clase, fiebre reproductiva, júbilo sentimental y un porcentaje de “de ilusión también se vive” que se modifica –solo en apariencia– según usos, costumbres y target generacional. La comedia romántica es un cine que enseguida descuida lo que tenga al fuego para abrirse de piernas a la sensación pura. Pura, dura y fundamental.

El cine de sensaciones, que se llama así en oposición al que en verano llamamos de pensar, consiste en estos casos en regodearse en los anhelos, alcanzar la plenitud que por lo general es una escena de boda y en esas rutinas mantener cautivo a un público de doncellas y mansos. Las piezas que logran trascenderlo son escasas. De títulos dialécticos como Annie Hall o Dos en la carretera nos separan eones, Truffauts y Rohmers no quedan hoy muchos y disparates fabulosos como La fiera de mi niña son tan antiguos que han virado en vanguardia. De Secretary, la última comedia romántica que ponía cachondas a las personas sencillas, hace ya más de una década. El corazón es un músculo impredecible, pero el reinado de Sexo en Nueva York y la celebración de pijotadas como 500 días juntos auguraban un menú de pena para el siglo XXI, que sin embargo sí ha ido entregando dramas románticos de gran personalidad como Olvídate de mí o Embriagado de amor. Va como va, pero hoy estamos de suerte porque se estrena otra buena.

Corazones salvajes

Les combattants es una película francesa protagonizada por un par de chavales algo obtusos que se manejan en la vida como polluelos remojados: el ensimismado Arnaud (Kévin Azaïs) y la determinada Madeleine (Adèle Haenel). Ambos viven el verano cerca de la playa, el uno trabajando en la carpintería familiar donde coge polvo –porque resultó no estar homologado– el ataúd que junto a su hermano le confeccionaran a su padre, y la otra preparándose para alistarse en las fuerzas armadas, la única opción que encuentra ante el cataclismo inminente al que sin duda nos encaminamos todos.

Les combattants empieza muy arriba, en la cima de la dignidad, y a lo largo de su metraje no muestra intención de apearse. Al romance le da tratamiento de gymkana, le imprime rasgos de cine juvenil, de supervivencia selvática y descubrimiento del edén, va soltando lastre para recalar en lo laxo y en lo vacacional y se prepara para el otoño con una prudencia asombrosa. En oposición a experimentos controlados, esto es un cine que evoluciona de manera intuitiva, confiado a sus personajes y detentor de un aparato poético ejecutado en obra vista, para lo cual recupera el territorio agreste de la infancia y retoma la instrucción a cielo abierto.

La 'mili' del amor

En esta primera película suya, que como tal acusa irregularidades pero sabe acarrearlas, Thomas Cailley parece haberle cambiado la molécula a la comedia romántica pero en realidad está aplicando un truco que no puede ser más simple: simula estar hablando de amor cuando en realidad lo está haciendo de algo mucho más importante: la amistad y el compañerismo.

En Les combattants, la tarea masturbatoria que define buena parte del género se ve desplazada en beneficio de cuestiones como la paciencia y la docilidad. El espectador con tendencia a pedirle al cine responsabilidades educativas tal vez quiera advertir una lectura sexista, pero será cosa suya porque aquí no se está describiendo una relación de poderes sino todo lo contrario, una de colaboración donde él lleva la brújula y ella los pantalones, todo un juego de convenciones para en verdad hablar de la disolución de roles y jerarquías, de la deserción y de la superación de cualquier yugo.

Decía un personaje de Pascal Bruckner que el amor son dos soledades que se acoplan para crear un malentendido, pero estamos en pleno agosto y lo que importa es que hoy llega a las salas una pieza de cine ligero y a la vez cargado de sentido, merecedor de adjetivos que la crítica suele eludir por hacerse la mayor, pero que no podrían ser más diáfanos: Les combattants es una película encantadora, luminosa, tierna, entretenida y divertidísima que quita los malos ratos. Vamos al amor.