Hollywood retrata el Tercer Mundo

Su trabajo es escarbar en la basura. Son niños y viven en un barrio marginal de Río de Janeiro, en una favela construida sobre un lago. Entre los desechos encuentran una cartera con algo de dinero, se lo gastan en comida, en un pollo. Se podría considerar como una jornada provechosa. Más allá de la trama de corrupción que levantan estos inconscientes chicos con el hallazgo de la cartera, lo que Stephen Daldry (Las horas, 2002) retrata en Trash es el paisaje sociopolítico de un país en vías de desarrollo. La cara menos amable de Brasil. La podredumbre que rezuma al otro lado de las vías. Los excluidos, los marginados, los protagonistas de un cine que solía ser sobrio y lleno de crudeza hasta que un día Hollywood decidió hacer industria.

Richad Curtis, el hombre que hay detrás de comedias románticas como Love Actually o Una cuestión de tiempo es el guionista de este filme que empieza en el basurero, continua en las favelas y termina con una persecución por los lugares menos turísticos de Río. Parece que Daldry es de los pocos occidentales que no han olvidado por qué se quejaba la sociedad brasileña antes del Mundial de fútbol. El país invertía 500 millones de euros en estadios mientras gran parte de la población pasaba hambre. Aumentaron el precio del transporte público y de otras necesidades básicas e ignoraban por completo la educación o la salud.

Todo el mundo conoce la violencia de las favelas, los infanticidios, el tráfico de drogas… Todo el mundo sabe quién es Ze Pequeño, una especie de rencarnación del mal, la consecuencia más terrible de la pobreza. Ze Pequeño es el inolvidable personaje de Ciudad de Dios, esa obra maestra con la que Fernando Meirelles y Kátia Lund colocaron la realidad más dura de Brasil en la retina de millones de espectadores.

Hollywood aplaudió su proeza con cuatro nominaciones en los Oscar y pocos quedan ya que no hayan visto este drama basado en hechos reales. Con Trash, Daldry ha sido inteligente y ha obviado la violencia para centrarse en la corrupción, en la arriesgada (y algo naif) aventura de hacer lo correcto en un mundo podrido. Y su hallazgo ha sido darle ritmo a una historia sobre pobreza e injusticias sociales, convertir un drama del Tercer Mundo en una película de aventuras, en un ejercicio de cine palomitero.

La estética de la pobreza

“Algún día seremos gente, en serio. No podemos seguir viviendo como animales escondiéndonos en el desierto… ¿O acaso podemos?”, esta es la devastadora pregunta con la que Vitória Fabiano concluye esa epopeya sobre la pobreza más extrema titulada Vidas secas. Nelson Pereira dos Santos es el director de esta película perteneciente al Cinema Novo, un género brasileño influido por el Neorrealismo y la Nouvelle Vague que parece estar a años luz de lo rodado por Daldry. No es así. En los años cincuenta los cineastas de Brasil se sintieron sobrecogidos por la forma en la que los italianos habían creado una estética de la pobreza, así que les imitaron siguiendo a rajatabla el siguiente lema: “Una cámara en la mano y una idea en la cabeza”.

Así, algunos directores como Dos Sanos o Carlos Diegues mostraron la cruda realidad de un país terriblemente pobre. Describieron el hambre, la sed y la incuestionable presencia del catolicismo. Y su influencia ha llegado hasta la actualidad, empapando el cine de Walter Salles o de Meirelles. Ciudad de Dios no es más que ese Cinema Novo adaptado al gusto del gran público, con una estructura narrativa veloz y una banda sonora pegajosa. Y Trash es, por tanto, un apéndice de esa reconversión en el que todavía perdura la intención de fotografiar la miseria y la imperturbable tradición religiosa.

La presencia del catolicismo en la cinta de Daldry es vital. “¿Me perdonará Dios?”, se repiten constantemente los protagonistas. Es casi una especie de fuerza milagrosa que protege a los buenos de los malos. El maniqueísmo en este caso es necesario, hay que recordar que no hablamos de cine para ‘gafapastas’, es una honesta y firme propuesta “holibudiense”.

El Slumdog Millionaire de las favelas

Slumdog MillionaireSegún un estudio del sociólogo Javier Cantón, cuando el cine utiliza la marginalidad lo hace con un interés narrativo, sin embargo, lo realmente trascendente de una película de este tipo es el foco de luz con el que ilumina zonas sociales que hasta entonces estaban en la sombra para el gran público. Se describen realidades invisibles y espacios sociales desconocidos con los que el espectador transformará su percepción del mundo, sus estereotipos, sus prejuicios y sus valores morales.

Danny Boyle consiguió en 2008 que todos fuéramos testigos de la situación de miles de familias pobres que malvivían en los suburbios de Bombay. Mientras el director de Trainspotting hablaba de mafias, violaciones y escasez de recursos, inundaba al espectador con una avalancha de imágenes llenas de color, música y acción. Trash bebe de esa estética, de ese ritmo vibrante y también de las intenciones honestas de Boyle. De hacer cine entretenido y a la vez social.

Pero ay, las buenas intenciones. Trabajos como la película Katmandú, de Icíar Bollaín, donde el típico héroe extranjero aparenta jugar un papel importantísimo en un terreno inhóspito y pobre son el ejemplo de lo que no se debe hacer. Historias vacías de mensaje recalcitrante. Ningún pueblo necesita que les llevemos de la mano. Los occidentales no somos los salvadores de nadie y Darldry ha comprendido perfectamente esto. Sus personajes extranjeros, Martin Sheen y Rooney Mara, apenas son un adorno o una excusa para llegar al presupuesto.

Quien manda en Trash es el jovencísimo y desconocido trío protagonista. El director de Billy Elliot demuestra que lo suyo es dirigir niños. Rickson Tevez, Eduardo Luis y Gabriel Weinstein aportan frescura, naturalidad y además comparten una química bestial. Ellos son sus propios salvadores.