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'Joker': la película del año es una siniestra risotada que resuena más allá de la polémica

“Entre la vasta inmensidad de seres humanos que existía, no había nadie que pudiera apiadarse de mí o que me brindara su ayuda. ¿Y yo debería mostrarme afable con mis enemigos? No, a partir de ese momento declaré una guerra sin cuartel a la especie”. La cita bien podría pertenecer a Joker. Describe a un individuo que intenta encontrar el amor en lo que le rodea y que, tras ser discriminado y apaleado, se acaba convirtiendo en un monstruo sin piedad. Pero no, el fragmento tiene muy poco de actual. Pertenece a Frankenstein, escrito en 1823.

El libro podría verse como un retrato de un “incel”, un hombre solitario y resentido con la sociedad. También de su incapacidad para ligar, porque recordemos que la máxima aspiración del monstruo era conseguir una acompañante. Sin embargo, es difícil de imaginar que Mary Shelley estuviera pensando en inspirar a asesinos en potencia, tal y como se está advirtiendo con Joker y el supuesto peligro de suscitar crímenes en masa.

Ha sido el tema de la semana, y resulta complicado empezar una crítica sin mencionarlo: la salvaje violencia del filme de Todd Phillips. Tanto, que hasta el FBI ha emitido un comunicado alertando sobre qué hacer en caso de que se produzca un tiroteo. También se han sumado a esta advertencia críticos y personalidades como la editora de cómics Heather Antos, quien avisó del peligro de la cinta haciendo referencia a la masacre de Aurora de 2012 en la que “el tirador se vistió como el Joker”. No fue así. Ni iba disfrazado como el payaso (más bien como Bane, el villano de The Dark Knight Rises), ni dijo que “era el Joker”, ni siquiera su pelo estaba teñido de verde, sino de rojo. Todo fue un rumor ahora recuperado en forma de hilo viral con más de 16.000 reutits.

Tampoco ayudan las declaraciones de Todd Phillips cargando sobre “los ofendidos”, diciendo que su película “no es política” (cuando hasta Los Increíbles 2 pueden acabar defendiendo el neoliberalismo) ni la espantada de Joaquin Phoenix en una entrevista al ser preguntado sobre el tema. Todo ello ha formado una bola de nieve que ha terminado con guardias de seguridad a las entradas de los cines que revisan a los espectadores de Joker con detectores de metales. Hasta Cinesa avisa antes de comprar las entradas de que “por cuestiones de seguridad” no se puede entrar a la sala con máscaras o armas de juguetes.

No es nuevo. Se trata de un discurso promulgado por el mismo presidente, Donald Trump, que pocos meses antes culpó a los videojuegos de los asesinatos de Texas y Ohio. Como publicó la periodista Marta Trivi en su momento, no se trata de hablar de la violencia generada por el producto cultural en sí mismo, sino de “la violencia en la comunidad” sin negar con ello la responsabilidad de los autores en su representación de la sociedad.

De lo contrario, todavía se debatiría si la música rock nos convierte en satánicos, si El guardián entre el centeno tuvo la culpa del asesinato de John Lennon o si Taxi Driver, película de la que Joker no oculta sus referencias, fue la causante de que John Hinckley intentara asesinar a Ronald Reagan. Resulta curioso, además, que esta preocupación por las balas proceda principalmente de un país en el que derecho a poseer y portar armas está recogido en la Segunda Enmienda a la Constitución.

Más allá de la violencia

Pero sería triste valorar Joker solo haciendo referencia a su polémica. La cinta de Todd Phillips está también rodeada de grandes expectativas, especialmente generadas tras lograr el León de Oro en la Mostra de Venecia. Y, a juzgar por lo visto, están bastante justificadas.

Nada más empezar ata una soga al cuello del espectador que va apretándose a medida que avanzan los minutos. Y no se queda en los primeros compases. La sensación de angustia se mantiene durante las dos horas que dura el filme, y da igual lo que se muestre en pantalla. No importa si solo aparece Arthur Fleck maquillándose frente al espejo o volviendo a casa en autobús. Hereda de esta manera una claustrofobia propia de la ya mencionada Taxi Driver y su personaje, Travis Bickle.

Todo esto sería imposible sin la magistral interpretación de Joaquin Phoenix. Sin entrar a valorar si es la mejor de su carrera, si merece el Oscar o si es el mejor de los “Jokers”, lo cierto es que cuesta recordar una actuación a tan alto nivel. Solo hace falta escuchar sus alaridos para comprobar cómo ha sido capaz de convertir una risa en un grito de terror. Todd Phillips jamás habría hecho un producto tan redondo si no llega a ser por este protagonista. Sobre sus hombros descansa el peso dramático, del mismo modo que El Renacido sería inconcebible sin DiCaprio o Náufrago sin ‎Tom Hanks‎.

La parte negativa es que a veces se nota la intención del director por colocar al Joker en todo tipo de situaciones. Phoenix apretando unos zapatos, Phoenix pintándose la cara, Phoenix bailando…. No es malo por sí mismo, pero puede ser un problema cuando algunas escenas están más pensadas para el deleite visual e interpretativo que para el narrativo. Tampoco parece muy inteligente Phillips al recalcar constantemente lo que está sucediendo en pantalla, ya sea con flashbacks o primeros planos que potencian lo evidente.

Donde sí acierta es en reinterpretar del universo comiquero a su antojo para adaptarlo a la gran pantalla. Puede que la ruptura con el canon moleste a quienes esperaban una adaptación basada en Batman: la broma asesina de Alan Moore, novela gráfica que cuenta el pasado del payaso de forma bastante diferente, pero es precisamente esta distinción la que le alza como algo único y no como un intento de réplica.

Sí hay un punto en común con el cómic mencionado: ambos muestran a Batman como responsable de la creación del Joker. Se necesitan mutuamente como Van Helsing a Drácula porque, en el fondo, su enemistad es la gasolina que necesitan para seguir funcionando. Esa es la razón por la que el murciélago se niega a acabar con su némesis por mucho que este se lo pida: los dos saben que de ser así se pondría fin a una partida de ajedrez que ninguno quiere terminar.

“Lo peor de tener una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieras”, escribe en su diario Arthur Fleck. “Mortificado por el sufrimiento, juré odio eterno a la humanidad y prometí que me vengaría”, dijo el monstruo de Frankestein poco después de intentar rescatar a una niña del río y recibir un disparo de su padre como “recompensa”.

Ninguna de las dos historias justifica la reacción de sus villanos ni pretende servir de espejo. Solo muestran cómo el mal de la sociedad a veces termina teniendo sus propias consecuencias. Y, si esto se convierte en un peligro que pasa de la ficción a la realidad, quizá el problema sea más de nosotros que de una película o un libro que nos pueda retratar.