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Una apología fallida del dolor cubano

El Rey de la Habana

Joaquín Torán

Cuba ha sido tierra de grandes escritores, foco para la literatura hispanoamericana. José Lezama Lima, autor de Paradiso (1966), Guillermo Cabrera Infante, o Alejo Carpentier, a quien le debemos la definición de “real maravilloso”, lloraron la isla desde sus poderosas páginas, convertidas en puntos de referencia para el lector en castellano. Han sido los maestros de una nueva generación que sigue cantando la 'cubanidad', las esencias caribeñas y americanas de un país de gran riqueza cultural.

Leonardo Padura (La Habana, 1955) es el más afamado de la hornada de escritores que nacieron, se criaron, vivieron y trabajaron en y bajo el régimen. Su obra ha sido galardonada este año con el premio Princesa de Asturias de Literatura; en su acta, el jurado destacó “el interés por las historias populares y por escuchar las voces de los otros”. Padura ha madurado una trayectoria que ensalza el pasado y la importancia de Cuba, y que, a través de sus novelas policíacas, a las que debe su fama internacional, ha sido también muy crítica con el castrismo. Padura, si bien reconocido intelectualmente en la isla, pierde no obstante el pulso de la reputación en su tierra respecto a Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, 1950).

Si Padura representa una especie de Cuba “recordada” -el escritor vive en el exilio-, Gutiérrez es el reflejo de esa Cuba superviviente, resignada y pícara. Es su corazón. Gutiérrez vive en una azotea de un barrio céntrico de La Habana, desde la que parece observar con una mirada a la que nada se le escapa la vida que palpita a su alrededor. Esa misma que ha volcado en su Trilogía sucia de La Habana (1998. Reeditada por Anagrama en 2012) y también en El rey de La Habana, su novela posterior, cuya adaptación cinematográfica llega esta semana a la cartelera tras su paso por el festival de cine de San Sebastián.

El rey de La Habana sigue las andanzas del joven Reinaldo durante un año y medio (1996-1997) del llamado “Periodo Especial” (1989-1997), la etapa de mayor dureza de la historia de la isla, aislada internacionalmente tras la caída del Muro de Berlín y boicoteada sin contemplaciones por el hasta hace poco enconado enemigo estadounidense. Reinaldo, “Rey”, combatirá las privaciones robando, aprovechándose de mujeres, matando si es necesario. El libro retrata una especie de Corte de los Milagros por la que campan travestidos sensibles y pulcros, proxenetas, matoncillos, tullidos y prostitutas con corazones de adamantio.

El outsider de filmografía perturbadora

En la novela hay mucho sexo, intenta haber algo de amor, apenas hay sueños, y no parece existir ninguna esperanza. El rey de La Habana es una radiografía del día a día. La película es una fiel adaptación del libro. Corre a cargo del mallorquín Agustí Villaronga (Palma de Mallorca, 1953), un outsider del cine, un talento solitario, incomprendido las más de las veces, de obra turbadora, y casi siempre también perturbadora. Con su celebrado Pa Negre triunfó en 2010 en los Goya y rascó un premio para la mejor actriz en San Sebastián que no sorprendió a ninguno de los aficionados a su cine.

En su trayectoria, vital y profesional, las mujeres han jugado siempre un papel decisivo. Su abuela ejerció una tutela determinante en su infancia, primero feliz como hijo y nieto de titiriteros, luego amarga como niño de posguerra. Sus criaturas femeninas tienen una energía que apenas se encuentra en el cine actual. El “George Cukor español” escribe y ofrece grandes roles a actrices descollantes o consagradas. La “bruja” Terele Pávez de 99.9 (1995) queda en el imaginario colectivo de las obras de culto como uno de los seres más arrebatadores de la gran pantalla. Además, Villaronga ha convertido en biógrafa a Pilar Pedraza, la dama siniestra (y la rara avis) de las letras españolas.

En El rey de La Habana, Villaronga es tanto guionista como director. Ya desde el principio (de sus casi dos horas de metraje) se nota que la adaptación de la novela le viene grande, se le queda grande, aunque las intenciones que le llevan a trasladarla a la gran pantalla resulten obvias. El libro es una suerte de fuerza de la naturaleza, que nace y muere con un vigor propio, pero que es exuberante sólo en la página impresa. Al cineasta la Corte de los Milagros se le escapa. En su lugar, deja una sucesión de personajes que han perdido todo empaque, rumbo y carisma. Por momentos, la película convierte la sucesión de encuentros en la vida de “Rey” en estampas de comedia de enredos. Ni siquiera el trasfondo miserable conecta con el espectador. Las escenas de sexo, pretendidamente tórridas, terminan hastiando tanto como las de Roman Polansky en Lunas de hiel.

Cuestión aparte son aquellos breves, pero intensos, momentos en que El rey de la Habana se interna por recovecos más oscuros, por sendas tétricas. La vecina amante de “Rey”, Magda, interpretada por Yordanka Ariosa, mejor actriz en San Sebastián, se destapará de pronto, demasiado de pronto, casi de sopetón, como una médium vudú con contactos en el reino de los muertos. El ciclón que arrasará la isla se filmará como un Apocalipsis aniquilador: hará que afloren los monstruos que cada personaje lleva consigo, precipitará los acontecimientos y conducirá a un final desconcertante pero de gran belleza truculenta. En él, “Rey” terminará enseñoreándose de un trono inesperado, al que sus acciones, de ladrón más que de pícaro, de rufián más que de superviviente, han terminado por conducirle.

Villaronga no obtuvo del gobierno cubano los permisos necesarios para rodar en La Habana, por lo que tuvo que reconstruirla en Santo Domingo. Novela y película se ambientan en un barrio marginal, que se cae a pedazos. Pero la miseria física, ambiental, canta menos que la moral: al ser criaturas sólo con presente, al considerar el futuro más como enemigo que como aliado, los personajes de esta película carecen de alma, de corazón. Intentan, sin conseguirlo, ser el reverso fílmico de aquellos pobres dolientes, pobres supervivientes, a los que Gutiérrez saca del anonimato para clamar su dolor por Cuba.

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