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'La forma del agua', un cuento de hadas para princesas sin voz y príncipes feos

Virginie Despentes escribe en Teoría King Kong “desde la fealdad y para las feas, las viejas, las frígidas, las camioneras, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”. Un mercado que ha nutrido a los cuentos de hadas desde el principio de los tiempos.

Lo que vienen a decir, en resumen, es que la mujer que no haya sido bendecida con los tres dones de la belleza, de la dulce voz y de hablar con los animales del bosque, no conseguirá un príncipe azul.

Guillermo del Toro ha creado un cuento para los marginados que no encajan en esa fantasía dictatorial. Un Frankenstein romántico que mezcla distintos clásicos del cine con fábulas literarias y cuyo resultado, aun sonando repetitivo, conmueve por su realismo mágico. La forma del agua funciona por acumulación, y eso es algo que no se puede permitir cualquier director con elementos tan estereotipados como los de esta película.

Hay un malo muy malo; una chica rarita que resulta ser profundamente elocuente sin necesidad de hablar; una mujer negra que aúna en su trama todos los prejuicios de raza, clase y sexismo de los años sesenta; y un artista homosexual que ha perdido su trabajo por serlo. Por último, el galán anfibio, un plagio confeso del Monstruo de la Laguna Negra de 1954.

Nada de esto importa. Porque las múltiples y descaradas referencias de La forma del agua son en realidad un homenaje desinteresado al sexto y al séptimo arte. Del Toro no ha vendido su historia de amor como la más original, pero ha cuidado tanto los detalles que deja en el espectador un regusto de peculiaridad.

Elisa (Sally Hawkins) tiene por costumbre hervir tres huevos y masturbarse en la bañera cada noche antes de ir a trabajar. Por una extraña lesión en el cuello, es muda, lo que le proporciona una habilidad excepcional para escuchar a diario las quejas de su charlatana compañera Zelda (Octavia Spencer). Ambas son empleadas de la limpieza del turno de noche en un cetrino y monótono laboratorio científico de la Guerra Fría.

Todo cambiará para ellas cuando los científicos lleven al “activo más sensible que se ha alojado en la instalación”, un ser anfibio procedente del Amazonas y al que explotarán con crueldad para convertirlo en un arma de guerra contra los rusos. En ese momento ocurre justo lo que imaginamos: Elisa y el hombre pez se enamoran, pero al menos de una forma que subvierte las dinámicas románticas y algo casposas del cine. Es ella -por fin- la que corteja y rescata a su príncipe de una cápsula blindada de cristal.

La chica muda se siente ligada al monstruo por una fuerza magnética más intensa que la del flechazo peliculero de Hollywood: el rechazo de la sociedad. Ambos con dificultades para expresarse en un mundo que prefiere dar gritos antes que escuchar y que margina con saña al diferente, se enamoran más allá de las apariencias.

Frente al ruido y los golpes de los científicos, ella se acerca a la criatura través de la música de Glenn Miller, de la comida y de una versión muy básica de la lengua de signos. Pero no habría tensión sin drama y, como en toda buena fantasía, siempre hay un malo que se encarga de estallar las burbujas de corazones.

Moraleja poco panfletaria

Respecto al resto de secundarios, el personaje de Michael Shannon es sin duda el más caricaturizado y a su vez el más oportuno. El jefe de la operación anfibio es un tirano de manual, conservador, clasista, sin miedo a la muerte y machista hasta el tuétano. Tortura al anfibio hasta hacerle sangrar (aunque pierda algún dedo en el intento), se ríe de los negros de su laboratorio y encuentra una depravada atracción en la mudez de Elisa.

En definitiva, es el hombre blanco viril que se cree superior a todo lo que no sea un hombre blanco viril, y lo demuestra intimidando con insultos, acosando sexualmente o dando golpes a diestro y siniestro. Seguro que nos vienen a la mente varios símiles actuales.

Hay un par de escenas especialmente elocuentes en las que la mirada desquiciada de Shannon consigue infundir el miedo digno de una película para adultos y endurece el tono fabuloso del resto de la cinta. Pero lo cierto es que basta con rascar bajo la preciosa fotografía de Dan Laustsen para encontrar otras moralejas útiles en los tiempos que corren.

A título personal, el personaje de Giles, interpretado por Richard Jenkins, es el que hila más fino. Este artista gráfico sexagenario y gay es mucho más que la figura del eterno castigado por su homosexualidad, pues también, en apenas unos fotogramas, habla del apoyo entre almas solitarias, del paso del tiempo, de la vanidad perdida, del deseo por alguien más joven y de la emoción por sentirse correspondido.

A modo de anciano de los huesos de cristal de Amèlie, Giles representa la complicada mezcla de bálsamo cómico y rol lacrimógeno. Junto al de Octavia Spencer, son los dos papeles que interpretan a Elisa para el espectador, que la protegen y la ayudan desde su posición marginal. Porque La forma del agua no es solo un canto al amor, sino también a la amistad y a la falta de egoísmo que paradójicamente poseen los que menos tienen.

Guillermo del Toro apela a estos sentimientos universales engatusando la retina y el oído (con la BSO de Alexandre Desplat) del espectador. Es un cuento comprometido pero nada panfletario, y eso, por otra parte, es lo que lo hace poco memorable. Queda en cada cual identificar si ese es su peor defecto o la mayor de sus virtudes.