'El club de la lucha', 20 años malinterpretando un retrato de la masculinidad tóxica

Francesc Miró

5 de noviembre de 2019 22:02 h

En 1989, el mismo año que cayó el muro de Berlín, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama acuñó el término 'fin de la historia' para referirse no solo al desenlace de la Guerra Fría que enfrentaba a dos potencias. Hablaba del punto y final “de la evolución ideológica de la humanidad” y la “universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.

Apenas una década después, el narrador sin nombre de El club de la lucha - al que daba vida Edward Norton- le decía al espectador del 99: “Cuando la exploración del espacio profundo sea algo cotidiano serán las multinacionales las que lo bauticen todo. La esfera estelar IBM, la galaxia Microsoft, el planeta Starbucks...”. Un breve speech que constataba la supremacía absoluta de una forma de entender el mundo que no había ganado la carrera espacial pero sí la conquista de cualquier espacio imaginable.

El club de la lucha se ha significado, a lo largo de los últimos veinte años, como una de las adaptaciones literarias más discutidas e inteligentes que el cine contemporáneo ha ofrecido de una novela. Y como toda obra de culto, sobre ella han trascendido lecturas hegemónicas que viven en perpetua transformarción. Ha costado veinte años que muchos analistas culturales -hombres en su mayoría- empiecen a leer en la película de David Fincher algo más que una sátira del capitalismo tardío. El filme podría ser también una magnífica reflexión sobre los peligros de la masculinidad tóxica.

Retorno a los orígenes: el nihilismo de verlo todo arder

Cuatro años después de haber alcanzado el estatus de 'creador único' gracias a Seven, David Fincher estrenaba la adaptación de una novela brillante de Chuck Palahniuk. El resultado era una película excesiva, llena de soluciones inteligentes sobre el material original y sus monólogos antisistema. Eficaz retrato de la alienación del individuo trabajador de las sociedades capitalistas occidentales.

Hastío que el coprotagonista de la cinta, el Tyler Durden interpretado por Brad Pitt, convertía en materia prima de sus muchos monólogos y pasto de pósters y tatuajes de más de una generación de jóvenes desencantados.

“La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos”, decía Durden ante un público de hombres semidesnudos y sudorosos que se habían reunido con el objetivo de pegarse de hostias. “Crecimos con una televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock. Pero no lo seremos. Y poco a poco lo entendemos. Lo que hace que estemos muy cabreados”. 

Aquel cabreo tomó el pulso a un estado de la cuestión ideológica que supo sintonizar con un público que la aupó con la lentitud con la que se gestiona el culto. Mientras, se daba la división propia de este tipo de fenómenos: la crítica especializada la tachaba de “idiotez”, como la definía en El Mundo Carlos Boyero, que también la llamaba “bazofia posmoderna”, Peter Bradshaw la categorizaba de “aburrimiento estridente, pretencioso y superficial” en The Guardian, y el célebre Roger Ebert sostenía que “dejaba de ser ingeniosa para convertirse en un espectáculo de violencia banal, brutal e incesante”.

Pero tras la polémica generada por su estreno, que años después se repetiría de forma parecida con Perdida, la crítica tuvo a bien abordar la cinta más allá de la toma de posiciones inmediata, y analizar así su discurso abiertamente nihilista.

Sobre este se arrojaba la posibilidad de que una película que en apariencia criticaba la decepción del hombre moderno en el seno de un capitalismo de orden mundial, en realidad no proponía nada. O peor, alentase a la autodestrucción y el colapso social: había que volarlo todo por los aires.

En el fondo, El club de la lucha nos estaba contando la poco sutil historia de un joven oficinista harto de su trabajo y su vida, que un día conocía a otro -evangélico Tyler Durden-, que le abría los ojos a su fe. Que le convencía de que la solución a todos sus problemas era volver a un primitivismo en el que la realización personal del hombre se alcanzaba a base de destrozarse el cuerpo y el rostro a puñetazo limpio.

El protagonista entendía que la mejor forma de expresar su ira era ejerciendo la violencia entre sus semejantes primero, y contra las grandes corporaciones después. De hecho, todo culminaba con una revolución -exclusivamente masculina- que debía volar por los aires sedes bancarias para reiniciar la civilización. “No haces una tortilla sin romper algunos huevos”, diría Tyler Durden. No es de extrañar que el crítico británico Alexander Walker la tachase de “resurrección del paradigma fascista”.

“Su crítica social de corte anarquista propone un regreso a una masculinidad arcaica y agresiva, desentendida del mundo y de sus problemas”, escribía el periodista Pedro Vallín en su reciente ensayo ¡Me cago en Godard!, “una reacción contra el neoliberalismo del esfuerzo y la productividad en forma de cinismo satisfecho, ácrata, nihilista y violento”.

Tyler Durden y el Ministerio de la Masculinidad

“Todo empezó con Marla”, confiesa el narrador de El club de la lucha. Porque lo cierto es que antes de conocer al guapísimo terrorista al que daba vida Brad Pitt, era otra persona la que le cambiaba la vida.

Resulta que nuestro protagonista padecía insomnio y solo había encontrado un remedio: se colaba en grupos de alcohólicos anónimos, deudores y enfermos terminales. Y ante la desesperación de los demás, sus problemas parecían dejar de quitarle el sueño.

Una revelación que le llegó entre los enormes pechos de un hombre llamado Bob, que sufría de ginecomastia debido a un tratamiento hormonal y estaba en un grupo de cáncer testicular. Es decir, que acompañado de hombres a los que se les habían extirpado los genitales y lloraban por haber perdido el símbolo de su virilidad, el protagonista encontraba consuelo.

Hasta que un buen día aparecía Marla Singer. Una mujer que, como él, también se colaba en grupos de ayuda para alimentarse de las miserias ajenas. “Ella lo arruinó todo”, decía el narrador sobre la única presencia femenina de esta historia.

El encuentro, además, producía una negación de sentimientos -el narrador estaba enamorado de Marla-, y posteriormente la aceptación de una figura autoritaria y viril en su vida: Tyler Durden. Alguien que, además de inmiscuirle en grupos no mixtos de hombres cabreados, le alentaba a cortar cualquier relación de afecto con esa mujer: “Es una depredadora haciéndose pasar por una gatita, aléjate de ella”, le decía.

Brad Pitt encarnaba una forma muy básica de afrontar las vicisitudes que atenazaban a Edward Norton: la emancipación a hostias. El retorno a una concepción de virilidad espartana que tenía derecho a expresar su frustración a puñetazos. Un hombre primitivo y de naturaleza agresiva que la sociedad había domesticado, pero que era necesario liberar.

Y todo partiendo del hecho de que el personaje de Brad Pitt no existía -dos décadas tarde para avisar de este spoiler-. Tyler Durden era un trasunto del protagonista que habitaba su imaginación.

En La caída del hombre, el artista y ensayista Grayson Perry proponía un concepto que nos podría ayudar a comprender mejor el alcance de este giro de guion. Perry nos conminaba a pensar en un Ministerio de la Masculinidad imaginario que había anidado en la mente del hombre blanco heterosexual tras años de convenciones sociales y de menosprecio a una comprensión feminista del mundo. 

Allí, en nuestra mente, trabajaba un funcionario que nos decía cuáles eran los patrones de conducta del varón hegemónico. Códigos que exigían evitar lo asociado a la feminidad, que marcaban diferentes estatus de hombría según el éxito profesional o el poder adquisitivo, que requerían un dominio de las emociones, y que daba una importancia social a la violencia y la temeridad en la construcción de la virilidad.

Si nos vienen a la cabeza la mayoría de héroes del cine de acción, no es baladí, pues es un arquetipo popular en Hollywood. Héroes impertérritos, de principios inamovibles y dispuestos a repartir leña para solucionar sus problemas. Clint Eastwood, Bruce Willis, Mel Gibson y por supuesto, Brad Pitt. Su Tyler Durden era ese funcionario del Ministerio de la Masculinidad que nos decía como debíamos comportarnos.

“Tengo el aspecto que deseas tener. Follo como deseas follar. Soy listo, competente y -lo más importante-, soy libre en todo lo que tú querrías hacer”, escupía a la cara del espectador un personaje al frente de un proyecto terrorista megalómano.

Abajo el Ministerio de la Masculinidad

Sin embargo, tanto David Fincher como Chuck Palahniuk en su novela original, decidieron que ante lo inflamable del material narrativo su obligación como narradores era posicionarse con un juicio sobre lo narrado. Lejos de mantenerse equidistantes -la posición cómoda-, propusieron una solución a todas luces drástica.

Tyler Durden -ese hombre al que el protagonista quiere parecerse-, consigue que una manada ingente de varones adultos respondan a su llamada por la recuperación de una hombría prehistórica. Y eso les lleva a confiar a ciegas en un líder -pocos machos tan alfa como Brad Pitt-, que les hace fabricar explosivos y colocarlos en bases de datos bancarios, para volar edificios por los aires. El Proyecto Mayhem.

“La filosofía anárquica de Tyler es demasiado pura para sobrevivir en un mundo real lleno de personas reales -como representa Marla Singer-”, escribía el crítico David Ehrlich en Indiewire. “El narrador reconoce que el caos que Tyler ha sembrado es tan deshumanizante como el orden que busca desestabilizar”.

Aunque llegue tarde, Edward Norton se percata de la locura de la que es responsable. Él es Tyler Durden, pero no puede controlar a Tyler Durden. Nadie puede. La única forma de hacerlo es acabando con él: matar al macho alfa que lleva dentro es la última puerta abierta a la redención.

“La novela y la película son muy literales”, decía la periodista Marta Trivi en un programa sobre adaptaciones del podcast cultural Choquejuergas. “El tipo que tenemos que aspirar a ser nos hace mucho daño, nos está jodiendo la vida. El protagonista acaba por pegarse un tiro por esa masculinidad. Sabe que no va a poder ser feliz si no se deshace de ella”.

“Nos haría mucho bien, tanto a cada uno de nosotros como al conjunto de la humanidad, dejar a un lado las resistencias a la igualdad, el mito del macho alfa, fuerte, sin miedo; y dejarnos guiar, abrazar y acompañar por mujeres libres”, escribía Ritxar Bacete en Nuevos hombres buenos.

Eso es exactamente lo que hace el protagonista de El club de la lucha. Acabar con el mito de Tyler Durden y acercarse, precariamente, tras abrirse un boquete en el rostro, a Marla Singer. “Me has conocido en un momento extraño de mi vida”, le susurraba. Veinte años después, comprendemos lo que entrañaba esa frase.