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Antes y después de ‘Darkman’: la historia del primer ‘big bang’ del cine superheroico

Dos generaciones de espectadores han crecido en un mundo en el que el audiovisual protagonizado por superhéroes y similares, con los personajes de DC Comics y Marvel a la cabeza, es una parte muy relevante de la industria. Los personajes del noveno arte alcanzan la gran pantalla con asiduidad y han llegado a tomar las pequeñas pantallas mediante grupos de series de imagen real como los originados alrededor de The Arrow o Daredevil. Cabe añadir también la producción de películas y series de animación protagonizadas por Batman, Superman y compañía.

Pero las cosas no siempre fueron así en Hollywood y sus alrededores. Hubo una época en la que los aficionados tenían a su disposición una dieta mucho más escasa de imágenes superheroicas. Las televisiones raramente se veían capaces de afrontar este tipo de proyectos. Las versiones televisivas setenteras de Wonder Woman, Spider-man o Hulk ejemplifican las dificultades logísticas que implicaban estos intentos.

En la gran pantalla, reinaba un cierto dualismo: la gran producción excepcionalísima (la Superman de 1978 y sus secuelas y variantes de presupuesto menguante, o el Batman dirigido por Tim Burton y estrenado en 1989) convivía con un goteo, constante pero no demasiado cuantioso, de proyectos de bajo coste: La Cosa del Pantano, El Castigador, Capitán América... Todo se aceleró en los años de bisagra entre las décadas de los ochenta y los noventa. La ya mencionada Batman supuso una nueva constatación de que los personajes más populares del cómic podían arrastrar a un público masivo.

Aún así, otra película pudo resultar tanto o más trascendental para normalizar el audiovisual superheroico: Darkman, de Sam Raimi. Un filme sobre un personaje original, sin una marca reconocible detrás, que tampoco contaba con una gran estrella encabezando el reparto (Liam Nesson, que aportó una mirada distintiva al personaje, todavía no había aparecido en La lista de Schindler), se convirtió en un éxito notable. Su mismo director acababa de cumplir los treinta. El precoz autor de Posesión infernal se había movido hasta aquel momentos por los márgenes del mainstream que entonces ocupaba la ahora hegemónica cultura freak.

Excesos moderados que abrieron puertas

Raimi y su equipo firmaron una película-coctelera que dialogaba con las tradiciones del cómic, de la ficción pulp y del cine de terror clásico. La pretensión original del cineasta era llevar al cine a personajes creados en los años 30, como Batman o The Shadow. De la misma manera que George Lucas no pudo emprender una adaptación de Flash Gordon y tuvo que crear su propia ficción de aventuras en el espacio, Star Wars, Raimi también acabó creando una historia original. E incorporó ecos evidentes de figuras trágicas con impacto en el terror fílmico, como el protagonista de El fantasma de la ópera.

El filme trata una historia de caída en desgracia y venganza. En el marco de una trama de corrupción político-urbanística, un científico que está desarrollando una piel artificial es brutalmente atacado por un cruel gánster llamado Durant. El científico sobrevive con un rostro completamente deformado. Y se convierte en un hombre sin cara, cegado de odio y con dificultades para controlar su ira, que usa la tecnología para generar máscaras con las que llevar a cabo su empeño justiciero: acabar con el gánster y sus secuaces. Durante el despertar del protagonista después del intento de asesinato, una imagen fugaz de un escenario teatral nos recuerda el fondo guiñolesco de la narración.

En algunos aspectos, Darkman redoblaba la apuesta realizada por Burton con Batman: a la atracción por lo extraño y lo grotesco se le añadían más escenas de violencia extrema y un héroe explícitamente transtornado… También se incorporó bastante humor negro, tomando distancias con los planteamientos orientados a un público familiar materializados en la entonces canónica Superman. El realizador incorporó en la receta una mirada irónica, o cínica, propia de ciertas narrativas pop (véase la tradición de EC Comics y de cabeceras que dieron el salto al audiovisual como Cuentos de la cripta), pero que también conecta con el posmodernismo cruel que han trabajado repetidamente unos ilustrísimos colaboradores del Raimi primerizo: los hermanos Coen, coguionistas de Ola de crímenes, ola de risas.

Aunque Universal le obligó a poner el freno de mano, Raimi ofreció abundantes destellos de su estilo visual. Abundan los ángulos de cámara retorcidos, los zooms extremos y otros recursos que recuerdan el frenesí bullicioso y violento de los dibujos animados de Tex Avery, aunque eso tuviese consecuencias en el ámbito de la verosimilitud y contribuyese a enrarecer las escenas más dramáticas y humanas.

Otra pata importante de la propuesta fue la banda sonora firmada por Danny Elfman, colaborador relevante de Tim Burton en la articulación de esa especie de neogoticismo pop que facilitaría la existencia de producciones posteriores como El cuervo. La música de Elfman acompaña el espectáculo de acción y terror raimiano con unas fantasmagorías sonoras, excesivas y sensacionales, que contribuyen a paliar algunas discontinuidades estilísticas.

Porque Darkman, la primera producción para un gran estudio de su autor, es puro Raimi... a ratos. The Hollywood Reporter ha revelado recientemente las luchas por el montaje final de la película, y cómo el director y sus fieles restituyeron sin permiso una parte de las “cosas raras” que los estudios habían eliminado tras recortar más de media hora de la versión original.

En el contexto actual, el éxito de Darkman habría sido el inicio de una saga cinematográfica con grandes ambiciones comerciales. Entonces solo se resolvió con dos modestísimas secuelas, destinadas al mercado videográfico, y con el episodio piloto de una abortada serie de televisión.

Con todo, la película contribuyó a abrir las puertas de los multicines (y de los presupuestos generosos) a figuras del noveno arte que no solo eran los personajes más popularísimos: The Shadow, The Phantom, Blade... La proliferación de la imagen computerizada facilitó las cosas, aunque el sueño de la democratización digital produjese monstruos fílmicos como Spawn. X-Men y Spider-man terminarían de asentar el negocio del audiovisual superheroico, que viviría un segundo big bang con el despliegue del Marvel Cinematic Universe.