Dos formas de ver a Dios: ¿es mejor 'La llamada' en versión cine o teatro?
A estas alturas, muchos han sentido La llamada. Un proyecto de reconciliación con las encrucijadas de nuestro tiempo, con los actos de fe, con la generación millennial, con la comedia española y hasta con el reggaeton.
Los Javis -la simbiosis de moda formada por Javier Ambrossi y Javier Calvo- vieron a Dios en plena época de incredulidad social, política y religiosa. Tuvieron la epifanía en un bar de Chueca sin saber que, cuatro años después, miles de personas acudirían a ver a su dios vestido de lentejuelas en pantalla grande.
Algunos comparan este fenómeno con el de Ocho apellidos vascos por su irrupción inesperada y la alegría contagiosa que se emana en los pases. Si esta reacción resulta excepcional en un género tan denostado como la comedia española, no digamos ya en un musical pop y de corte religioso. La llamada tuvo la suerte de caer en gracia a los primeros asistentes al teatro Lara, pero sería injusto decir que su éxito ha dependido solo del azar.
El talento y la frescura de sus directores y actrices era lo que se echaba en falta en el teatro español y en las salas de cine. El primero sufre de una crisis de entendimiento con las nuevas generaciones y las segundas rezuman testosterona, así que los Javis encontraron su nicho dentro de la ficción adolescente, feminista y queer.
Su elenco femenino es el que ha conseguido que la obra siga en las tablas y que su adaptación al cine haya debutado en el prestigioso festival de San Sebastián. Ahora bien, ¿cómo se disfruta más de La llamada? Siguiendo la estela de nuestros duelos, enfrentamos su versión teatral y cinematográfica con una diferencia importante: ambas nos resultan maravillosas.
Hay muchos detalles de la película La llamada que indican que su corazón está en el teatro. Apenas hacen uso de los exteriores, el grueso de los personajes secundarios desaparece a los cinco minutos de metraje y el guion gira entorno a unos diálogos frescos y sin impasse para que el público no se amodorre en la butaca. Los únicos momentos en los que las protagonistas no están hablando es porque están cantando, y en eso el cine resulta una gran ventaja.
Para entendernos, la cinta se sitúa en un campamento de verano religioso en el que dos amigas, María y Susana, comienzan una difícil transición hacia lo desconocido. La primera, interpretada por Macarena García, recibe cada noche la visita de Dios en forma de señor cincuentón enfundado en trajes de lentejuelas y que canta versiones de Withney Houston.
Sin saber si es la llamada de la fe, un delirio o la señal para que deje las chupaditas de eme y las juergas nocturnas, María decide darle a Dios de su propia medicina: una representación musical.
El repertorio de La llamada abarca desde el electrolatino de Henry Mendez, hasta Presuntos Implicados o canciones de catequesis. En el cine, los Javis explotan las puestas en escena para que esa extraña lista de éxitos no nos arranque de la trama. Comparado con la versión teatral, los planos cortos y el juego de luces convierten la secuencia de Todas las flores en un momento íntimo y sensual y aViviremos firmes en la fe en una fiesta visual al nivel de Sister's Act.
Pero la verdadera ventaja del cine es su perpetuidad. Ambrossi y Calvo han creado un producto que es una delicia librepensadora. Donde el amor no tiene edad ni una preferencia sexual más correcta que la otra. Donde la marisma hormonal de los adolescentes se muestra como algo más que un alarde de rebeldía sin causa. Donde la amistad entre mujeres, que se apoyan, se gritan y se tiran de los pelos, es el único camino para alcanzar la divinidad.
La versión de teatro presume de esa cercanía con la que el cine no puede competir. Pero las películas se coleccionan, se revisionan a lo largo de los años y así es como se convierten en un mito incombustible para las generaciones. La llamada merece perdurar en el tiempo sin miedo a la desmemoria, y por eso esta adaptación es lo mejor que le podía haber pasado.
Pocas obras aguantan en cartel en el off madrileño más de cuatro años. Y cuando pasa, es por algo. El libreto que redactaron Javier Calvo y Javier Ambrossi está hecho para el teatro: pocos personajes, escenografía sencilla y sin muchas más pretensiones que romper esterotipos y emocionarnos.
Los personajes de los 'Javis' funcionan bien en cine, pero están vivos en las tablas. No hay adornos. Son tan sinceros que cambian, se dan golpes con la litera, se les enreda el pelo en el botón de la camisa, se tropiezan al bailar una canción de misa… Y todo sigue. La complicidad del elenco es clave y la historia se aprovecha de ello. Esa ‘verdad’ consigue crear un vínculo con el público que está sentado en las butacas del Lara. Y los espectadoras se ríen, lloran y se levantan de los asientos para bailar el electrolatino de María y Susana convirtiendo la sala en una auténtica fiesta.
La música en directo es un regalo de la banda de Dios. El sonido artificial de la película no tiene nada que ver con el pop rock que emana de las cuerdas de la banda. La Llamada es uno de los pocos musicales de la capital que se ha atrevido a tocar en vivo. Y suena muy bien. Con una batería, una guitarra, un bajo, unas teclas y una segunda voz -siempre encima del escenario- es suficiente para que María Casado llegue al cielo y el público, por lo menos, se ponga en pie. Los altavoces solo vibran con el electrolatino, el resto es cosa de sus músicos.
Después de tantas funciones solo Richard Collings Moore sigue cantando cada fin de semana en Madrid. Es cierto que se echa mucho de menos el talento de Anna Castillo -ahora en La Pilarcita en el mismo teatro- y de Belén Cuesta, pero sus sustitutas defienden la obra a la perfección. Que ya no actúe el elenco original no es una excusa.
Angy Fernández, Lucía Gil, Erika Bleda, Alicia Orozco, Claudia Traisac… Todas ellas han sentido la llamada y han rezado en el escenario, intercambiándose incluso el papel alguna noche. El casting está vivo y siempre hay sorpresas. Es tan impredecible como que Brays Efe se ponga la cofia y se convierta en madre superiora durante varias noches. A Ambrossi y Calvo les gusta jugar en cada función y esa sorpresa es siempre un 'plus'.
No hay ninguna duda. Si tienes la oportunidad de acercarte al teatro entenderás que la distancia del cine se rompe completamente en el verdadero campamento de la Brújula. El pasillo que divide la sala principal se convierte en el enlace entre María y Dios durante toda la obra, las tablas se expanden y los espectadores participamos de ello desde nuestro asiento. No te conformes con confesarte desde el cine y acércate a sentir la verdadera llamada.