El interés mediático por el boxeo está bajo mínimos desde hace mucho tiempo, pero siguen estrenándose filmes (el año pasado llegó Alacrán enamorado, con Álex González y Javier Bardem) que tienen que ver con este deporte tan mal considerado. Por otro lado, es un contexto especialmente cinematográfico (pensemos en El ídolo de barro, Marcado por el odio, Toro salvaje o Million Dollar Baby, entre tantas obras del cine de Hollywood) para contar dramas de dolor y redención.
Dioses y perros toca tangencialmente el mundo de las doce cuerdas y se sumerge en la faceta más lumpen y rastrera del oficio, deslizándose hacia una historia de derrota y reivindicación personal a la que tardamos en acostumbrarnos. Esto es debido a una realización de David Marqués, quizá excesivamente nerviosa en los primeros compases, más inclinada a darle importancia a unos diálogos supuestamente chistosos y brillantes que a poner en situación al espectador, aclararle lo que está en juego en la película.
Según va avanzando la cinta, el rigor narrativo se impone y eso determina por fin que nos introduzcamos en un relato con situaciones atractivas, resueltas con oficio y confiadas a unos personajes bien perfilados. El de Hugo Silva, un exboxeador profesional y sparring de tres al cuarto que va arrastrando su carga de arrepentimiento por sus pasados errores hasta que vislumbra la luz al final del túnel. El de Juan Codina, otro expúgil que deambula a la deriva medio sonado de bar en bar, intentando hundirse cada noche un poco más en su infierno privado de botellas a vaciar, poniendo mala cara a los que quieren evitarle esa condena. El de Enrique Arce, el proveedor de trabajos fuera de la ley, que estaría dispuesto a llevar al matadero a su propia madre, si de por medio hubiera una comisión jugosa. Finalmente, el de Megan Montaner -el polo positivo del filme- con un optimismo a prueba de bombas que le hace pensar que, con un poco de buen rollo, y pese a los malos augurios, se pueden arreglar las cosas.
Dioses y perros describe un universo de marginados, de gente desnortada que en algún momento de sus vidas tiró la brújula de la cordura o de la sensatez. Es el mismo que Marqués, apoyado contra su costumbre en un guion ajeno del novelista Jesús Martínez Balmaseda, ya había visitado en Aislados (2005) y Desechos (2010). Aquellas dos películas eran sin embargo mucho menos ambiciosas, y más desaliñadas y “frescas” que la que ahora se estrena, con un concepto cercano a las primeras cintas de luminarias del cine independiente norteamericano, como Jim Jarmusch, Hal Hartley o Tom DiCillo.
Reflejaban los filmes de Marqués (también realizador de la olvidable En fuera de juego, en la que intervenía Hugo Silva), haciendo hincapié en los elementos cómicos y patéticos, el aniquilamiento interior de personajes ligados a una contracultura desfasada e ineficaz para oponerse a lo que manda el sistema. Si en esas obras la marginación era una opción intelectual de seres no tan acuciados por las preocupaciones económicas, o simplemente colgados por las drogas psicotrópicas que consumían, en Dioses y perros el dinero, cuando se consigue, tiene un componente de desesperación. Está sucio, sudado, es de sospechosa procedencia, como si llevara impreso el esfuerzo y los golpes que cuesta obtenerlo, y de ninguna manera va a servir para solucionar los problemas.
Esos instantes del filme, ya en el tramo final, en los que se acumulan los reveses y las desgracias, y los personajes gritan que no pueden más, que necesitan respirar, marcharse lejos o morirse en el intento, conocer otra realidad en la que no se sientan tan prisioneros, son los que de verdad levantan el vuelo a un trabajo estimable, sólido por momentos.
Son las mejores secuencias de la cinta, las más acabadas, en las que los raptos de locura y pasión tocan la fibra sensible de cada uno. Todo parece dispuesto para una resolución a la altura de ese sprint, de ese emocionante clímax desencadenado, y en cierta forma el desenlace cumple las expectativas, aunque contado con un apresuramiento poco adecuado y confuso, como si le diera vergüenza a Marqués el narrarlo; o como si la película tuviera prohibido durar más de los 84 minutos que apenas alcanza. Cualquier cosa es posible en el cine español.