De entre todas las relaciones que se pueden dar entre autores (o artistas) y espectadores suelen surgir algunos vicios enfermizos. Pasiones envenenadas por el paradójico placer que implica el dolor. No tiene nada que ver con el sadomasoquismo, aunque el término pueda ser acertado. No hay sexo, ni picor de ningún tipo, bueno, quizá sí cierto picor intelectual o moral.
Todo nace del arrepentimiento y del miedo al pecado que un día nos transmitió la educación católica. Haneke o Lars von Trier son directores que personifican este padecimiento y lo plasman en sus obras a través de la violencia, el sexo o la muerte con el objetivo de molestar al que las vea. Con la intención de provocar reflexiones sobre la propia miseria o sobre la de los demás. Y su cine gusta, porque de alguna forma el espectador ve reflejado sus fieros debates internos, sus impulsos animales y su complejo de culpa alimentado por un adiestramiento recibido en su infancia que casi siempre tiene que ver con la religión.
De este tipo de relaciones entre directores y espectadores se nutre el cine sobre todo en europa, el cine más provocador, el del Dogma 95, el de ese género depravado que causa náuseas y miradas perplejas y que es tremendo y belicoso y que también engancha y es galardonado por festivales, aclamado por críticos y al que se entregan con voracidad espectadores con las mismas taras que sus autores.
El camino más largo para volver a casa es una película catalana que bebe de ese cine, un filme en el que también existe una enfermiza relación entre autor y espectador. Todo empieza con un hombre interpretado de manera impetuosa y visceral por Borja Espinosa cuyo único deseo es volver a casa. La explosión de dolor que se propone dura un solo día, una larga jornada en la que el protagonista, Joel, sale de su piso con su perro moribundo, Elvis. Cuidado los que no soportéis ver sufrir a animales en pantalla, estáis avisados. El periplo les lleva a una clínica veterinaria, un tanatorio, baños de cafeterías cerradas, pisos en mudanza, la perrera municipal y el infierno, el suyo propio y el de fuera. El joven catalán se ha dejado las llaves en casa pero antes de eso ha perdido algo mucho más grave.
El sufrimiento del autor
La película está dirigida por Sergi Pérez, un tipo enseñado en la ESCAC y que ha nacido con el extraño privilegio de saber incomodar. Su ópera prima le ha costado mucho esfuerzo, más de lo normal en estos casos, tiraron de crowdfunding y el viaje fue largo y mal pagado. Cine ‘low cost’, sí, pero eso da igual porque la película es buena. El director reconoce que está rodada desde el estómago a través de un proceso creativo largo y poco ortodoxo. El guion se gestó en favor de la evolución de la propia historia, observando como el actor, Borja Espinosa, se iba convirtiendo en el personaje, Joel, cada vez más oscuro, más salvaje y más roto.
Es una época difícil la que les ha tocado vivir a los nuevos directores de este país. Tipos con talento a los que les cuesta terriblemente sacar una película adelante. El cosmonauta de Nicolas Alcalá, ese poema visual que tardó casi una década en ver la luz. Diamon Flash, un film que no pudo ser estrenado y que a pesar de todo se convirtió en un auténtico fenómeno online que empujó a su director, Carlos Vermut, a filmar Magical Girl y ganar, de paso, la Concha en San Sebastián. Sergi Pérez viene de la ESCAC, una escuela que en los últimos años ha amamantado a directores tan interesantes como Kike Maíllo, por ejemplo. Y con todo sigue siendo muy complicado dirigir en este país.
El espectador es consciente que El camino más largo para volver a casa también es el largo camino para dirigir una película. Ahí reside uno de los sufrimientos más pesados de su autor, en las dificultades para llevar su película adelante. Y es una película rotunda y deslumbrante precisamente porque todas esas trabas dan igual. Porque no se notan. Porque el filme de Pérez cumple su función y es tan angustioso, tan titánico y tan rotundo, que cumple en su escalofriante retrato de la pérdida. La otra herida del filme, todos hemos perdido algo a cierta altura de la vida, el autor como nosotros. Y ahí nace esa complicidad entre ambos lados de la pantalla.
El sufrimiento del espectador
El filme de Sergi Pérez está lleno de momentos desagradables que navegan entre la perplejidad y el desagrado más bestia. Joel, el protagonista, arrastra una pérdida que le ha dejado KO, y el perro simboliza esos recuerdos que nos empujan hacia el sufrimiento o nos anulan como individuos. Un equipaje emocional que a veces conseguimos quitarnos de encima pero que enseguida decidimos volver a por él, porque nos entran los agobios, porque forma parte de nosotros al fin y al cabo.
Con un tono que se mueve entre el cine indie americano -viene a la mente ese drama titulado Wendy y Lucy en el que Michelle Williams busca desesperadamente a su perra Lucy-, entre el realismo estético del último Lars von Trier y la perversión de Haneke, y como ese viaje que tienen que recorrer los perros de la película de Disney titulada De vuelta a casa, El camino más largo para volver a casa se convierte en un viaje para el espectador arrastrado por los reflejos en los que Joel queda retratado por toda la ciudad de Barcelona. Los escaparates, los retrovisores, los cristales de las oficinas por las que vaga buscando las llaves hacia su gruta, su madriguera. El único sitio donde se siente a salvo y el único sitio que puede destruirle.