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En 2012, Richard Parker estuvo a punto de morir ahogado después de rodar una de las escenas de La vida de Pi. Richard Parker era el tigre coprotagonista de la cinta de Ang Lee, y los productores decidieron esconder el incidente debajo de la alfombra.
Otros 27 animales murieron por deshidratación, agotamiento o asfixia ese mismo año durante un alto en el rodaje de El Hobbit. Cuando su entrenador lo denunció, le dijeron que no valía la pena abrir una investigación.
Podríamos seguir, pero solo con estos dos ejemplos bastaría para celebrar que una ficción no incluya criaturas de carne y hueso y las sustituya por otras generadas por ordenador. No obstante, es normal que nos invada el recelo cuando los animales en cuestión deben cantar como en un musical de Broadway, bailar por la selva y recitar líneas de guion propias de Shakespeare. Y peor aún si se trata de la adaptación de la mejor película jamás producida por Disney.
Jon Favreau sabía que no tenía entre manos un remake más de la factoría del ratón. El rey león es patrimonio emocional de los que nacían, crecían o ya peinaban canas en 1994. Un milagro de la animación que unió a niños y adultos en el mismo círculo de la vida que congregaba a todas las especies bajo la piedra del rey. Paquidermos, herbívoros y aves se postraban en armonía ante su monarca y, por muy totalitario que suene, todavía se nos eriza la piel con aquel opening.
Tanto es así, que el nuevo rey león reproduce al milímetro el comienzo de la original. Plano por plano. No será la última vez que Fravreau tome la película de Rob Minkoff como hoja de ruta, pero eso tiene tantas ventajas como debilidades. Dependerá de hacia qué lado de la balanza inclinemos la falta absoluta de riesgo y de novedad.
El director de El rey león tenía el aval de haber orquestado en 2016 una versión muy digna de El libro de la selva. En aquella ocasión jugaron a su favor los cincuenta años que habían pasado desde la película primigenia y que contaba con un Mowgli de carne y hueso sobre el que apoyar la acción cuando los bichos digitales flaqueasen. Que lo hacían, y en más de una ocasión.
Eso no ocurre en El rey león, donde todo mamífero, insecto y pájaro está tan fielmente capturado que resulta enternecedor y fascinante presenciar los tics propios de cada especie. De hecho, si atendiésemos solo a la imagen, podríamos estar frente al canal de National Geographic o un documental de la hora de la siesta de La 2.
Pumba se frota despreocupadamente con la pata trasera, a Scar le tiembla una oreja cuando se acerca amenazante hacia Simba e incluso un escarabajo pelotero arrastra un excremento por todo el desierto africano con un nivel de detalle que hace olvidar que todos ellos están creados con líneas de código. Otra de las proezas de esta técnica es que hasta la interacción más descabellada entre los distintos animales parece real.
No chirría que un cachorro de león se acurruque entre un suricato y un jabalí, que un babuino bautice al carnívoro más feroz de la selva o que ñus y antílopes troten juntos hacia la piedra del rey. Esto se consigue mediante un peligroso equilibrio entre la imagen, los discursos grandilocuentes y las charletas despreocupadas.
Solo hay una cosa que podría romper la armonía e inducir al caos: la música, por paradójico que parezca. En una línea coherente con la ausencia de riesgo, Favreau, que carece de los medios de Broadway para innovar en las coreografías, ha decidido mantener los números musicales y las canciones de la original sin que nada especial ocurra en pantalla. Y esto, a todas luces, es la mayor pérdida de El rey león de CGI.
El círculo de la vida es imponente, Es la noche del amor, conmovedora, pero la canción más divertida y arrebatadora de todo el filme de 1994 es Yo voy a ser rey león, con Simba y Nala correteando encima de avestruces, Zazu perdiendo su tono palatino mientras se suena el pico en la oreja de un elefante y ese caleidoscopio de colores que cambia y se transforma a placer de los animadores. Pero no hay ni rastro de aquel encanto en la película que nos ocupa.
Lo mismo ocurre con Hakuna Matata. Toda la libertad que permitían los dibujos, se ve limitada aquí por el realismo del CGI, donde los animales como mucho caminan y mueven tímidamente las fauces. Se echa de menos esa pizca de locura infantil, sobre todo pensando en el público más pequeño, al que claramente no está dirigido El rey león de Jon Favreau.
Sin embargo, toquetear la banda sonora de Hans Zimmer en esta ocasión habría sido un suicidio profesional de proporciones calamitosas. De hecho, gran parte del atractivo comercial ha sido el de producirle un disco entero a Beyoncé inspirado en la película. ¿Justificado? Solo el tiempo lo dirá.
Donde gana el CGI frente a la versión animada es en la emoción de la escenografía y en la acción que empequeñecieron por el sombreado plano y la computadora básica que existía hace 25 años. Es algo muy sencillo de explicar con tres escenas concretas: la estampida, la persecución de las hienas a los cachorros y la lucha final entre Scar y Simba.
Verlas por primera vez en movimiento real es una experiencia que nos impulsa en la butaca como con un resorte. Solo por esto, El rey león de 2019 justifica su existencia por encima de la maquinaria sacacuartos que ha puesto en marcha Disney y que ha quedado especialmente en ridículo con Aladdin y Dumbo.
Por otro lado, lloramos otra vez con la muerte de Mufasa, nos agazapamos ante la perorata revanchista de Scar -un espeluznante león tísico- y nos reímos con Timón y Pumba.
Aunque El rey león enseña valores imperecederos, resulta descorazonador ver cómo su mensaje medioambiental y animalista está más vigente que nunca. Mufasa aparece ahora de entre las estrellas para recordarnos que, si nosotros no lo cuidamos, el ciclo de la vida se interrumpirá. Y ni siquiera Disney y su máquina de dinero podrá parar eso.
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