'El Escuadrón Suicida' y el verdadero superhéroe de autor: la revolución violenta de James Gunn
Un mapache llorando mientras suena Father and Son de Cat Stevens: el último plano de Guardianes de la Galaxia Volumen 2 lograba expresar muchas cosas, aunque en un primer momento lo que más pudiera sorprender fuera su presencia en algo tan adocenado como el Universo Cinematográfico de Marvel –UCM en adelante–. A lo largo de su recorrido —que cumple trece años y con su Fase 4 se ha pasado a las series—, el UCM ha experimentado múltiples críticas en torno a una estandarización visual y narrativa que desembocaba en la gestación de entregas clónicas, donde no importaba demasiado quién se pusiera tras la cámara.
En Guardianes de la Galaxia, sin embargo, importó. El fichaje de James Gunn condujo la saga a unas cotas inéditas de frescura, de ahí los lamentos cuando en 2018 Disney despidió al cineasta a causa de unos tuits antiguos de humor negro. Como respuesta Gunn se marchó a la competencia, a DC, y se topó con unos ejecutivos que le aseguraron que podía hacer lo que le diera la gana con los personajes que le diera la gana. Y Gunn eligió a los del Escuadrón suicida, sin importarle tanto la anterior tentativa de David Ayer con la marca como la oportunidad de homenajear a su película de superhéroes favorita.
El legado de Troma
Seis años después de que el Superman de Richard Donner inaugurara el cine de superhéroes moderno, Troma Entertainment produjo El vengador tóxico. Corría 1984, y la película impulsada por Lloyd Kaufman y Michael Herz presentaba todas las señas de identidad que convertirían a Troma en un nombre de referencia para la Serie Z. A saber: violencia con generosas dosis de gore, erotismo casposo, humor absurdo y una voluntad variable de satirizar la cultura pop del momento.
El vengador tóxico se ambientaba en una ciudad, Tromaville, donde su problema con los residuos nucleares oficiaba de metáfora para un terrible entorno moral. A lo largo del film veíamos cómo niños y perros eran asesinados por diversión, paralelamente a surgir una figura dispuesta a exterminar esta maldad: Melvin (Mark Torgl), el encargado de mantenimiento de un gimnasio que sufría bullying por su fealdad y timidez. Melvin tenía un accidente y se convertía en el Vengador Tóxico (Toxie para los amigos), dispuesto a hacer justicia de las formas más variopintas y sangrientas posibles.
A partir de estampas como Toxie ayudando a una ancianita a cruzar la calle se podía pensar que el film quería ante todo parodiar un subgénero en alza, pero no exactamente. La ficción de El vengador tóxico funcionaba por sí misma, más allá de las referencias, y lo hacía desde un genuino amor hacia el protagonista del que el público se contagió, precipitando las secuelas e incluso una versión musical. Todos querían a Toxie, incluido un joven James Gunn que llegó al estudio una década después de que este conociera su mayor éxito.
Con Kaufman como mentor, James Gunn pasó varios años trabajando en Troma y firmó el libreto de una de sus producciones, Tromeo y Julieta. Interiorizando esa mezcla de ternura y repulsión que caracterizaban las aventuras de Toxie, el guionista empezó a apuntalar un estilo muy personal, que no tardaría en llamar la atención de Hollywood. En los años siguientes Gunn escribió títulos como The Specials (otra parodia superheroica), las dos películas de Scooby Doo y, en lo que supondría su consagración, el celebradísimo Amanecer de los muertos con el que Zack Snyder debutó como cineasta en 2004.
Cuando Gunn quiso debutar como realizador, el currículum forjado garantizaba que no iba a tener problemas para encontrar dinero. Así nació Slither: La plaga, una comedia de terror marcada por el desinterés de su responsable por disimular lo mucho que Troma había influido en sus presupuestos creativos. Dicha influencia iba mucho más allá del gore, el gusto por las imágenes asquerosas o el humor desmitificador: Slither también transpiraba un inmenso amor por sus personajes, y sobre todo por el tipo al que una infección alienígena había transformado en el trágico villano de la función. Para el papel el director fichó a Michael Rooker: el mismo que cuando terminó el rodaje era uno de sus mejores amigos.
Desde Slither, Rooker ha aparecido en todas las películas de James Gunn, acentuando ese tono familiar que persigue su filmografía. Incluso cuando alcanza sus puntos más siniestros, como ocurrió en Super. Super llegó en 2010, mismo año que Kick-Ass, y también quería revolverse contra la fiebre superheroica que tomaba cuerpo en el siglo XXI: tanto la película de Matthew Vaughn como la de Gunn se centraban en dos justicieros sin poderes, cuyo origen se debía a la lectura quijotesca de cómics. Kick-Ass bebía de una obra de Mark Millar quedándose lejos de su corrosión, mientras Super era invención de un Gunn tan capaz de reírse de los personajes como de subrayar su humanidad.
Super resultaba sumamente incómoda, hundiendo a la figura superheroica en un abismo psicológico de un modo mucho más directo del que nunca tuvo interés por hacer Alan Moore. Con ella Gunn establecía que en esencia, gestas y universos cinematográficos aparte, el superhéroe no era más que una figura desquiciada que se echaba a las calles con una llave inglesa y un afán justiciero que enmascaraba inseguridades y egocentrismos de variado pelaje… y a continuación trataba de enseñarle cómo obtener algo parecido a la paz. Es de suponer que Kevin Feige prefirió darle preponderancia a este último punto cuando decidió contratar a Gunn para dirigir Guardianes de la Galaxia, cuatro años después.
Los antecedentes de Gunn le convertían en una elección de lo más excéntrica para el UCM, y hubo quien pensó que su impronta autoral sería inevitablemente asimilada por la maquinaria Marvel/Disney. En lugar de eso, Gunn encontró un nuevo grupo de marginados a los que amar, hasta el punto de que cuando años después le despidieron y hubo quien le preguntó qué lamentaba más de verse fuera de Guardianes de la Galaxia, el director lo tenía claro: no haber podido terminar la historia de Rocket, el mapache llorón.
La explosión de un estilo
Por suerte, Disney volvió a contratar a Gunn pocos meses después, dándole oportunidad de completar la trilogía de los Guardianes. En ese margen de tiempo, sin embargo, ya se había comprometido con DC para dirigir El Escuadrón Suicida, topándose con una tesitura excepcional: una gran cantidad de dinero que podía emplear con total libertad en unos personajes nuevos, sin vínculos significativos con las grandes figuras de la marca. Es decir, el Bloodsport de Idris Elba estaba en prisión por disparar a Superman y la Harley Quinn de Margot Robbie había aparecido en dos películas previas, pero solo eran matices.
Lo cierto es que el estatus actual de DC Films es muy distinto al de Marvel. Frente a su estricta continuidad, la Distinguida Competencia ha experimentado notorias dificultades para plantear un universo cohesionado, algo que acabó dejando de lado con las controversias de Zack Snyder y sí, el fracaso de crítica que supuso la Escuadrón suicida de David Ayer. Hoy, a la entente Warner/DC no le quita el sueño que fantasías ochenteras como ¡Shazam! convivan con ceñudos ejercicios de cine oscarizable como Joker, del mismo modo que tampoco le inquieta lo que pueda hacer un James Gunn con todos los medios a su alcance.
Incluso teniendo presente este escenario, El Escuadrón Suicida es una sorpresa apabullante. Sin necesidad de tejer ninguna relación con la Escuadrón suicida previa —pero tampoco negándola de forma abierta—, Gunn ha aprovechado su envidiable posición para lanzar la película más ferozmente suya de la que era capaz con un presupuesto del que ni en sueños podrían haberse beneficiado las producciones de Troma. De hecho, y en lo que resulta de entrada más llamativo, El Escuadrón Suicida está gozosamente bañada en la sensibilidad Z de El vengador tóxico, en términos tanto visuales como temáticos.
Es cierto, El Escuadrón Suicida rebosa violencia. Una violencia festiva pero no por ello menos impactante, tan omnipresente que desde la primera escena —donde Michael Rooker asesina gratuitamente a un animal— ensambla una gramática propia, con escaso pábulo en el mainstream de hoy en día si descartamos felices excepciones como el Hellboy de Neil Marshall. En este caso, y gracias a su imprevisibilidad, la violencia ilustra el precario mundo de los personajes, y pone en primer plano su naturaleza de carne de cañón.
Los protagonistas de El Escuadrón Suicida son escoria, delincuentes estúpidos, freaks; ninguno de ellos podría optar al título de supervillano. Como ya ocurría en la película de Ayer, han sido obligados por Amanda Waller (Viola Davis) a cumplir una peligrosa misión de la que si desertan serán asesinados marcialmente por un explosivo implantado en su cerebro. La situación es extrema, y buena parte del humor proviene de la crueldad con la que mueren tanto protagonistas como adversarios en la jungla a la que han ido a parar.
La experiencia de Gunn en los blockbusters de Marvel garantiza que, pese a todo, la acción sea todo lo vistosa que exige una entrega de DC, pero solo es un salvoconducto con el que legitimar lo que más le interesa al creador: pasar tiempo con sus personajes. Polka-Dot Man (David Dastmalchian) o Ratcatcher II (Daniela Melchior) son claros émulos de Toxie, mientras que Harley Quinn se beneficia de la impronta estética que estableció la notable Aves de presa y la fatalista dignidad de Bloodsport (impresionante Idris Elba) canaliza el parentesco de El Escuadrón Suicida con clásicos como Los profesionales o Doce del patíbulo.
En estos recordados films —lanzados consecutivamente en 1966 y 1967 y protagonizados por Lee Marvin—, el heroísmo aparecía en el lugar más insospechado, a través de personajes cínicos y hastiados que, en el último momento, reencontraban la dignidad. Resultaba ser una que contrastaba con la de los poderosos, con la de quienes los habían reclutado incluso, y se guiaba por una brújula propia, capaz de salvar el mundo. Quizá El Escuadrón Suicida, con su humor, su empatía y su libertad, haya ido incluso más allá: haya salvado el género.
0