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La excelente adaptación de 'Mujercitas' confirma la paradoja de un clásico que se vuelve feminista con los años

'Mujercitas', de Greta Gerwig

Mónica Zas Marcos

Hay clásicos de la literatura que envejecen con más lustre que otros. No tiene nada que ver con el “revisionismo” de moda, sino con la relación personal que generamos con una obra que en su día consideramos iniciática. Los riesgos de la relectura a una edad adulta son interminables. De pronto, parece que está peor escrita, que sus héroes y heroínas son insoportables y que la moraleja que una vez fue un mantra ahora es moralina barata y caduca. ¿Reduce eso su estatus de clásico? Probablemente no.

Algunas veces la incompatibilidad es tal que se opta por alterarlas en ediciones posteriores o en adaptaciones al cine, teatro o televisión. Así pasa con casi todo lo que toca Disney. Lo inconcebible es que nos reconciliemos con ellas sin apenas cambios sobre la original, y eso es lo que ha ocurrido con la última versión de Mujercitas dirigida por Greta Gerwig.

La obra que Louisa May Alcott firmó en 1868 es considerada un Bildungsroman de manual -término alemán para nombrar a las novelas de transición a la vida adulta-. Desde que cayó en las manos de su primera lectora, la sobrina del editor de Alcott, ha sido el texto elegido por padres y madres de todo el mundo para inspirar a sus retoños y, con un poco de suerte, aficionarlos a la lectura.

Si eso ocurría, en gran parte era por gracia de Jo, la indomable de las cuatro hermanas March. Era audaz, creativa y poco femenina en un mundo machista de modales sobrios. Por eso resultaba decepcionante que ni siquiera ella mantuviese los principios que tanto le servían para recriminar a sus hermanas y acabase sumida como ellas en la obligación del hogar.

Este giro, descrito en la segunda parte de Mujercitas que se titula Buenas esposas, es el causante del desamor que a veces sufren las lectoras adultas con la obra original. Sin embargo, la directora de Lady Bird decidió abordar esta versión, precisamente, para poner en alza sus valores perdidos: “El libro ha quedado envuelto en una moralidad de postal navideña, pero bajo la superficie hay otras cosas. Cuando volví a leerlo a los 30, me di cuenta de lo espinoso, extraño y revolucionario que era. Había permitido que se convirtiera en una bola dulce de nieve y no era nada de eso”.

La nueva Mujercitas consigue lo que se propone y lo hace sin corromper el libro ni usar tretas. La única licencia que se permite Gerwig es la de alterar cronológicamente la obra y alternar los pasajes de la infancia con los de las Jo, Meg, Amy y Beth adultas. De esa forma entendemos el camino que toma cada una como efecto de las inseguridades que tenían de niñas, y las cuatro se convierten en las mujeres imperfectas y reales que siempre reivindicó Louisa May Alcott.

El derecho a decidir

Dice la autora Marta Sanz que Mujercitas “es más una historia moralizante que refuerza el imaginario de lo cursi asociado a la feminidad que un libro emancipador para la mujer”. La película de Gerwig, sin embargo, deja claro que si bien son hijas de su época, las March también son las dueñas absolutas de sus decisiones. Para ello pone un especial énfasis en el dinero como elemento liberador. Todas saben que lo necesitan para salir de su casa y llevar una vida distinta -más pudiente- a la que tuvieron de pequeñas.

La única que está conforme con la austeridad es Beth. Meg, la mayor, pretende casarse con un hombre que la mantenga a ella y a sus hijos, Jo trabaja día y noche en sus textos para recibir unas monedas a cambio y Amy, la benjamina, decide formarse en la alta sociedad para captar a un marido con buenos modales, ropas finas y bonitas pinturas. Le gustaría ser artista, pero “la única opción para trabajar de una mujer es hacerlo gratis” y para eso mejor tener a alguien que le pague sus caprichos.

Podemos estar más o menos de acuerdo con cada una de ellas, sus sueños y su forma de alcanzarlos, pero encajan con su personalidad y su trayectoria. La forma que tiene Gerwig de presentar las miserias del presente aderezadas con la ingeniudad del pasado nos hace empatizar. Es un recurso inteligentísimo para adorar a la materialista Meg, a la caprichosa Amy e incluso a la intransigente Jo, pues por primera vez ella también es víctima de sus incoherencias.

Aunque no todo es mérito de la directora, pues las actrices consiguen un equilibrio coral en el que Jo, interpretada por una fantástica Saoirse Ronan, no le resta protagonismo a sus compañeras como sí hacía Winona Ryder en la versión de 1995. Todas ellas consiguen que lo cursi no se haga empalagoso y que las penas que luego sufren parezcan universales.

“Las mujeres tienen mentes y almas, así como corazones, ambición y talento además de belleza, y estoy harta de que me digan que el amor es para lo único que una mujer es perfecta”, espeta Jo a su madre Marnee (Laura Dern) desolada por haber perdido al hombre del que quizá está enamorada. En su mirada se lee la contradicción. No quiere atarse al amor, pero no soporta estar sola. Y lo dice. Y lo entendemos como la paradoja moderna y atemporal que es, pero sobre todo como la que era en esa época.

Mujercitas también es un acto de comprensión y sororidad (sin que ese término existiese aún). Lo representa el personaje de Meg y lo explica su intérprete, Emma Watson: “La forma que tiene mi personaje de ser feminista es haciendo elecciones. Su elección es ser madre y esposa a tiempo completo. Y, para mí, eso es de lo que trata realmente el feminismo”. Jo la critica por ello, pero la hermana mayor se defiende diciendo que “solo porque mis sueños son diferentes a los tuyos no puedes restarles importancia”.

Y esa, para las que una vez leímos Mujercitas y nos sentimos decepcionadas con su final, es la verdadera moraleja de la versión de Greta Gerwig. Nos dimos el privilegio de juzgar a unas mujeres de otra época según los estándares actuales y, aunque hubiesen sido modernas, las desprestigiamos por tomar su propio camino.

Ellas sufrieron el yugo patriarcal del siglo XIX y, dos décadas más tarde, tuvieron que aguantar el de la intolerancia del siglo XXI. No nos dimos cuenta de que la lección más valiosa es la que se da sin pretenderlo y que el derecho a decidir sobrevivirá a cualquier relectura. 

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