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Todos los cineastas tienen trucos. De hecho, ser director cine y prestidigitador son cosas muy parecidas: ambos se esfuerzan por crear ilusiones, distrayendo la atención del público para que no capte dónde está la trampa. Dónde se esconde la carta, dónde se coloca la cámara.
Aunque veces, muy pocas, nos explican en qué consiste el engaño. “Tengo unas preferencias muy marcadas, por lo que es inevitable que también mis películas tengan cierta continuidad. Una de esas es el hecho de colocar la cámara muy baja”, describía Yasujiro Ozu en su brillante colección de ensayos Poética de lo cotidiano (Escritos sobre cine). Y para ello, uno de los más grandes realizadores de la historia del cine japonés se servía de un objeto de uso cotidiano que al resto de los mortales nos hubiese pasado desapercibido: colocaba la cámara sobre un trébede para cocer arroz. Un pequeño aro con tres patas de cobre que se colocaba sobre el fuego para hervir el agua del cazo. Así, sencillamente, su mirada se acercaba de forma portentosa a la cotidianidad nipona creando una 'gramática del cine' propia.
En Un asunto de familia, Hirokazu Koreeda reúne muchos -si no todos-, sus trucos en un solo film. Compendio de sus tesis cinematográficas y reflexiones sobre el Japón de hoy, que dibujan aquella continuidad de la que hablaba Ozu -padre artístico del realizador-, y nos acercan de forma fascinante a la cotidianidad de una familia muy particular. Un drama que apunta hacia el corazón para hablar de vínculos emocionales -no sanguíneos-, en una sociedad que machaca a sus clases más desfavorecidas.
De lazos de sangre
Osamu, un hombre de mediana edad, ha enseñado a su hijo Shota a robar disimuladamente en supermercados. Nobuyo, su mujer, trabaja en una empresa de limpieza. Él en la obra. Pero aún con dos trabajos no les llega ni para poder comprarse la comida. Mucho menos pagarse el alquiler, pues viven en casa de una dulce anciana y su nieta. Con todo, son felices.
Una noche, padre e hijo vuelven de su ronda de hurtos semanal cuando se encuentran con una niña encerrada en un balcón durante una noche glacial. Sus padres la maltratan y ella parece hambrienta. Así que la acogen por unos días en casa. Pero con el tiempo comprenderán que la pequeña también es como ellos. Que puede ser uno de ellos. Pues, en realidad, ser familia no siempre consiste en heredar apellidos.
A lo largo de su filmografía, Koreeda ha vuelto una y otra vez sobre el tema de los lazos emocionales, de la consanguinidad y de hasta qué punto influye o no en las relaciones que establecemos en un ámbito familiar. Nuestra hermana pequeña, Después de la tormenta y, sobre todo, De tal padre, tal hijo, discurrían por senderos diferentes para reflexionar sobre lo mismo.
Lo hacían con una sensibilidad que, en ocasiones, rozaba la cursilería y en otras la fugaz brillantez. Pero que esta vez se templa para ofrecer un maravilloso viaje vital de cinco desconocidos que tejen entre ellos una red de complicidad para protegerse de un mundo hostil y absolutamente capitalista.
Con Un asunto de familia, el realizador nipón estructura su tesis sobre las relaciones con delicadeza, contemplando y construyendo una narración que se nutre de retazos de una vida cotidiana alejada de lo normativo.
Pero además, consigue que la propuesta gane en atrevimiento cuando traslada su mirada de lo privado a lo público. Cuando ese fantasma que todo lo ve llamado Estado se inmiscuye en la burbuja en la que parecían haber vivido sus protagonistas. Entonces Un asunto de familia se transforma en un drama por momentos realmente amargo.
Florece ahí un cine de carácter social sensible, que dialoga magníficamente con otra de las películas del año -de una latitud diferente-, llamada Lazzaro feliz. Y que a la vez se revela como contrapartida de la mejor película del propio realizador hasta la fecha, la maravillosa Nadie sabe. Componiendo, con todo, un ejercicio de reflexión profundamente bello sobre cómo la cooperación y la empatía entre oprimidos es, en última instancia, otra forma de amar.
De palabras que no se dicen
A pesar de todo, quizás lo más interesante de Un asunto de familia no sea lo que el guion del propio Koreeda aborda, sino cómo lo hace. La Palma de Oro en Cannes es inteligentísima en plantear y desarrollar sus diferentes miradas porque opta siempre por lo sutil, e incluso enigmático, pero apelando antes al sentimiento que al intelecto. Cuando suele ser al revés: si quiere perdurar, el cine contemporáneo ataca antes al lacrimal que al cerebro.
Y sin embargo en este film las relaciones entre los protagonistas nunca son evidentes. Su desarrollo omite constantemente información -no sabemos exactamente el parentesco entre todos ellos hasta prácticamente el final de la película-. Incluso se contradice, como nos contradecimos todos y cada uno de nosotros. Pero poco importa, pues sus vínculos se significan a base de fragmentos, escenas que podrían funcionar por sí mismas como relatos independientes. Pero que forman parte de un todo que, por momentos, deviene realmente inspirador.
Es el caso, por poner un ejemplo, de las secuencias que se significan como despedidas. En ellas palabras como 'gracias', o expresiones como 'lo sé' adquieren un poderosísimo significado que no escucha nadie excepto el espectador. Y ahí el cineasta brilla.
Cabe decir que Koreeda es un maestro en el uso de la información dentro y fuera de la pantalla. Que sus personajes funcionan y resultan creíbles porque son sinceros con lo que dicen y, sobre todo, con lo que callan.
Por eso, Un asunto en familia también es un magnífico artefacto narrativo que trasciende su discurso -más o menos discutible según a quien le preguntes-, para llegar dónde muy pocos llegan. Para conmover sin ser previsible y sorprender sin apabullar. Para, en definitiva, embelesar hasta al espectador más flemático.